Manuel Fraijó
Hace unos meses, el papa Francisco asistió en Suecia a una celebración
ecuménica que conmemoraba el 500º aniversario de la Reforma iniciada por
Lutero en 1517. Fuimos testigos de un histórico abrazo entre el Papa y
el presidente de la Federación Luterana Mundial, Munib Younam. Después
de firmar una declaración conjunta, el Papa reconoció: a) la intención
reformadora, bienintencionada, de Lutero; b) la corrupción desmedida de
la Iglesia a la que se enfrentó el monje agustino; c) el inmenso regalo
que supuso su traducción de la Biblia al alemán. “Lutero llevó la Biblia
a la gente”, dijo el Papa. Tenía razón: aquella magnífica traducción
fue la gran hazaña literaria de Lutero. En la Alemania de entonces solo
circulaban unas 6.000 Biblias para 15 millones de habitantes.
También Benedicto XVI visitó en el año 2011 la sala capitular del
convento de los agustinos de Erfurt donde Lutero emitió sus votos
monásticos. No pocos cristianos se preguntan si el hereje de otros
tiempos se ha convertido actualmente en “padre de la Iglesia” para
protestantes y católicos. Lutero, sostienen relevantes historiadores,
solo habría querido ser un “católico reformista”. Se propuso reconducir
aquella Iglesia descarriada a las exigencias del Evangelio; pero nunca
pretendió fundar otra Iglesia separada de Roma. Solo un cúmulo de
torpezas, a repartir entre Roma y Wittenberg, dio lugar a una división
que sembró Europa de dolor y muerte.
¿Por qué peregrinan hoy los papas a lugares emblemáticos del
protestantismo y se unen a la conmemoración del quinto centenario de la
Reforma? Desde luego, existe un notable consenso en que Lutero forma ya
parte de los que K. Jaspers llamó “hombres decisivos de la humanidad”.
Este reconocimiento ha sido un logro del siglo XX. Todavía en tiempos
recientes el mundo católico calificaba a Lutero de “corrupto” y
“neurótico”. Han sido teólogos e historiadores católicos actuales
quienes han rehabilitado al incómodo Reformador. Dos ejemplos: Y. Congar
lo considera “uno de los mayores genios religiosos de la historia” y lo
sitúa “al mismo nivel que san Agustín y santo Tomás de Aquino”. Y el
cardenal W. Kasper acaba de publicar un lúcido ensayo, Martín Lutero.
Una perspectiva ecuménica, en el que lleva a cabo una valoración
positiva, serena y justa de Lutero. Sin estas rehabilitaciones
históricas, el papa Francisco nunca habría encontrado el camino que le
condujo a Suecia.
Se suelen asignar cinco nombres de lujo al siglo XVI: Erasmo,
Lutero, Ignacio de Loyola, Calvino y Felipe II. Las figuras de Erasmo y
Lutero se iluminan mutuamente. Erasmo, el gran genio humanista, se negó a
elegir entre Roma y Lutero. Su divisa fue: ni solidaridad con Lutero,
ni guerra contra él. Se trató de una opción sensata, pero que impulsó al
Reformador a escribir: Erasmo “nunca se atreve a nada”. A pesar del
prudente distanciamiento de Erasmo, los franciscanos de Colonia
divulgaron un dicho que se hizo célebre: “Usted (Erasmo) puso el huevo y
Lutero lo empolló”. A lo que Erasmo respondió: “Sí, pero yo esperaba un
pollo de otra clase”. Lutero sentía una gran admiración por Erasmo y se
esforzó, aunque en vano, en ganarlo para su causa. Erasmo se lo dejó
meridianamente claro: “Nunca he tenido intención de reconocer a tu
Iglesia”. Era consciente de que la otra Iglesia, la que Lutero
calificaba de “papista”, tenía muchos defectos, pero nunca pensó en
“desertar de ella”.
Deseoso de marcar diferencias con el monje agustino, Erasmo publicó
su escrito De libero arbitrio (Sobre el libre albedrío). Era una defensa
humanista, erudita y teológica de la libertad; libertad que, en opinión
de Erasmo, Lutero destruía al permitir que Dios lo invadiese todo. Al
Reformador le interesaba más la libertad de Dios que la del hombre.
Erasmo, en cambio, era, según Lutero, “un tibio”, un escéptico. De
hecho, Lutero le recuerda que “el Espíritu Santo no es escéptico”.
Dilthey llamó a Erasmo “el Voltaire del siglo XV”. En realidad, a Erasmo
lo que le interesaba era la moral. A la luz de esta preferencia, la
insistencia de Lutero en la “voluntad encadenada” resultaba poco
razonable. Si no hay libertad, argumentaba con razón Erasmo, no existe
el hecho moral.
Erasmo publicó su De libero arbitrio en 1524. Un año después
respondía Lutero con su opúsculo De servo arbitrio (Sobre la voluntad
encadenada). El Reformador sostuvo siempre que era uno de sus mejores
escritos. Sus páginas muestran la abismal profundidad de la experiencia
religiosa de aquel hombre. Es la confrontación de una abrumadora fe
religiosa con el moralismo racionalista de Erasmo. A Lutero le parece
que Erasmo no se ha enterado de nada. Nuestra salvación, sostiene, no
puede depender de nuestra libertad, tan frágil, tan débil. Si así fuera,
no tendríamos “seguridad” de ella. Y Lutero necesitaba seguridad.
Durante mucho tiempo intentó lograrla acudiendo a la penitencia y los
sacramentos. Afirma que si no hubiera sido por el sacramento de la
confesión, se habría vuelto loco. Le torturaba la pregunta “¿cómo
consigo un Dios misericordioso?”; no duda de la existencia de Dios, su
época tampoco, pero le angustia el tema de la salvación. Una salvación
que no espera del Dios “sonriente” de los filósofos, sino del misterio
que nos envuelve, de lo totalmente otro, de la gracia; una salvación que
tampoco está dispuesto a “comprar”, como proponían los predicadores de
las indulgencias: “Tan pronto como el dinero en la caja canta, del
purgatorio el alma salta”.
Entre paréntesis: lo más probable, según la actual investigación
histórica, es que Lutero nunca colgase las 95 tesis sobre las
indulgencias en la puerta de la iglesia de Wittenberg. De hecho lamentó
que se hubieran difundido, asegurando que no iban destinadas al gran
público. Lo que a él le interesaba no era la gracia barata, subastada
por los avaros predicadores de las indulgencias, sino la penitencia
interior. Solo después de la iluminación que le supuso la “experiencia
de la torre” estuvo seguro de su salvación.
El Dios de Erasmo es, según Lutero, el Dios “adormecido” de los
filósofos; el de Lutero, en cambio, es un Dios al borde de lo
desorbitado.
La confrontación de estos dos hombres supuso días de esplendor para
la reflexión sobre la libertad, la religión y la ética. Con frecuencia
se considera a Lutero “el primer hombre moderno, el primer descubridor
de la subjetividad”. A su vez, S. Zweig dejó escrito que “Erasmo fue el
primer europeo consciente de serlo”.
Lutero murió en la noche del 17 de febrero de 1546. En su escritorio se
encontró un papel con estas palabras: “Somos mendigos ante Dios, esta es
la única verdad”. Poco antes nos dejó esta invitación a la esperanza:
“Incluso si supiera que mañana va a llegar el fin del mundo, plantaría
hoy un manzano”. A lo mejor pensaba E. Bloch en Lutero cuando escribió:
“Lo mejor de las religiones es que producen herejes”.
Manuel Fraijó es catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED.
No hay comentarios:
Publicar un comentario