Desde México (Teotihuacan, Chichen Itzá, Palenque, entre otros), pasando por Guatemala (Tikal, Quiriguá, Iximché, etc.) y Honduras (Copán), hasta los países andinos como Perú (Ollantaytambo, Machu Picchu) y Bolivia (Tiawanaku), los santuarios arqueológicos fueron convertidos en verdaderas minas comerciales por la transnacional industria del turismo, mientras comunidades y municipios indígenas del lugar sobreviven casi en la indigencia.
Según la Organización Mundial del Turismo (OMT), en 1980, el ingreso global para la región, por turismo internacional, fue de $. 13,500 millones. Para el 2008, $. 45,300 millones. Y para 2020 está proyectado superar $. 80,000 millones. Los ingresos por este rubro representaban, en 2008, el 20.9% del Producto Interno Bruto (PIB) de Guatemala, el 9.5% del PIB peruano, y el 8.8% del PIB mexicano. Siendo las cadenas hoteleras norteamericanas (Six Continents, Best Western, Starwoord, Hilton, Marriot) y europeas (Accord, Sol Meliá) quienes controlaban dicho negocio. (OMT, 2009).
Estas millonarias ganancias económicas, producto de la mercantilización del legado cultural (material y simbólico) de las civilizaciones milenarias, contrastan diametralmente con la situación de empobrecimiento y exclusión de las comunidades mayas, zapotecas, quechuas, aymaras y campesinas que cohabitan en dichos lugares, abandonados, sin servicios básicos y sin futuro.
En el mejor de los casos, sobre explotados como sirvientes de limpieza en los restaurantes, peones de mantenimiento de los senderos (como es el caso de los mayas, en México, Guatemala y Honduras), y cargadores de equipajes de turistas (caso de los porteadores quechuas hacia el Machu Picchu, Perú). Todos/as, sobreexplotados, sin derechos.
Los mercaderes del patrimonio cultural ajeno, banalizan, comercializan y monopolizan el legado intelectual y espiritual ancestral sin el consentimiento de los pueblos originarios. Ninguna comunidad indígena puede legalmente administras o coadministrar dichos centros. Las empresas privadas, sí. Esto, aparte de ser discriminación racial, es un descarado hurto cultural permitido por el Estado.
El racismo en los lugares arqueológicos también se manifiesta en la expresa discriminación de indígenas de cargos/responsabilidades jerárquicos en la administración de los recintos. Todos los jefes, y quienes atienden a los turistas, son mestizos. Al indígena está reservado sólo el trabajo de limpieza o de cargador.
Y lo más vergonzoso: la miseria permanente de los pueblos y comunidades indígenas del lugar es utilizada como un atractivo comercial pintoresco por las agencias de turismo. Venden el nefasto destino de estos pueblos como un elemento exótico dentro del paquete turístico que ofrecen a los curiosos. Muchos turistas vienen ansiosos de experimentar un “éxtasis espiritual” en el contacto directo con los pueblos “salvajes” y “naturales”.
Los mercaderes de lo ajeno, también son racistas cuando sistemáticamente discriminan a indígenas del lugar de la posibilidad de visitar a los santuarios construidos por sus ancestros. Los mecanismos de discriminación son: elevados costos del tique de ingreso, desconocimiento de los idiomas nativos, y la “adulación” del visitante foráneo (mucho más si es blanco y anglófono el turista) y el desprecio de los visitantes nativos.
En el caso de México, existen aún lugares turísticos donde está expresamente prohibido el ingreso de indígenas (entendidos como sinónimo de indigentes). En Honduras, los maya chortís están prohibidos de ingresar al Santuario de Copán a realizar sus tradicionales ceremonias espirituales. En santuarios como Teotihuacan (México) la exaltación del vestido de color blanco para visitar dicho Santuario (para acumular la energía solar) es una estampa folclórica más del racismo “inconsciente” que se irradia en el lugar. El color blanco repele la energía solar, el negro sí absorbe.
El racismo y la explotación de los pueblos indígenas no sólo beneficia a los agentes transnacionales de la industria del turismo. También los comerciantes intermedios nacionales “capitalizan” eficientemente esta realidad enferma. Es muy común ver a mestizos/as vendiendo textilería, gastronomía, arte, música indígena elaborada o comprada a indígenas a precios irrisorios, pero vendidos a turistas como “producto hecho a mano”. Aunque en la cotidianidad, éstos que comercializan las “grandezas legendarias” de las civilizaciones milenarias, desprecian la presencia y los estilos de vida de las y los descendientes actuales de dichas civilizaciones.
Este racismo sistemático en los sitios arqueológicos, no sólo se materializa en la enferma industria del turismo. Ni es únicamente la síntesis de la esquizofrenia cultural identitario que habita a las sociedades oficiales en los países latinoamericanos. Es, ante todo, la externalización del racismo permitido, institucionalizado y legalizado por los estados naciones folcloristas.
Esta enfermedad pentacentenaria que trunca toda posibilidad del bienestar común y la sostenibilidad de la convivencia pacífica intercultural, es la manifestación de la estructura mental y espiritual de quienes fundaron y regentan estas repúblicas esquizofrénicas. Y se mantiene en el tiempo e irradia en el espacio gracias a la premiación e idealización social de prácticas racistas.