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viernes, 27 de marzo de 2015

Sin ánimo de molestar, y mucho menos de ofender Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara

Pienso que este artículo puede molestar a algunos. Pero como he escrito en mi blog, varias veces, la conciencia de cada uno es la norma próxima de moralidad de los actos de cada individuo. Y mi conciencia me empuja a escribir el comentario que sigue. Trata sobre las setenta y dos horas que llevamos atormentados y agobiados por la cobertura de las televisiones del triste y tremendo accidente del avión estrellado en los Alpes con ciento cincuenta (150) personas a bordo, todas ellas fallecidas en el sobrecogedor impacto. No seré yo el único que no lamente y sienta, en lo más profundo del corazón, el trágico suceso, y la terrible sensación de desamparo, impotencia y desolación que un suceso así deja en los parientes más cercanos, amigos y colegas. La presencia en el desdichado viaje hacia tierras alemanas de un grupo de adolescentes provenientes del intercambio con alumnos españoles con alemanes, hace todavía más luctuoso el accidente, si es que eso era posible. Es decir, me uno, de corazón como ciudadano y como cristiano, al dolor de mis hermanos.

Pero dicho lo que precede, considero de conciencia exponer lo que en mi conciencia me aprieta. No cabe duda de que la cercanía de las personas hace más gozosa su presencia, y mucho más dolorosa su ausencia. Y en este último caso, cuando ella se produce de modo y forma imprevistos, y atropelladamente, como sucede en el tipo de accidente que ha teñido de luto a toda Europa, entonces el impacto vital, existencial, familiar, ciudadano, y, evidentemente, mediático, es mucho mayor que si se hubiese dado en la distancia. Pienso que si algo ha llamado poderosamente la atención a la opinión pública europea y mundial es el hecho de los países implicados en la tragedia: Alemania, Francia, y España. Las dos primeras gigantes colosales en avances tecnológicos, y nuestro querido país uno de los punteros en el turismo mundial. Con todo eso quiero decir que entiendo perfectamente la saturación de imágenes y palabras, en televisiones y radios, tendentes a informarnos, explicando hasta los últimos detalles del suceso.
Pero me remuerde un gusanillo escondido en lo profundo de mi razón. No sé si habríamos derrochado la cuarta parte de los medios si el evento impactante hubiese tenido lugar en otras tierras, o en otras aguas. O, sencillamente, no hubiera sido un acontecimiento aislado, sucedido en lugar y con fecha concretos, sino que la tragedia se produjera silenciosamente en el tiempo, y se fuese cociendo lenta, pero inevitable e irresolutamente, durante semanas, meses y años. Y eso aunque la calamidad alcanzara a un número incomparablemente mayor de personas, ciudadanos del mundo como nosotros.
Mis feligreses saben, porque me lo oyen una docena de veces en las homilías de mis misas, que al día, todos días del año, con el silencio vergonzante de los medios de comunicación de masas de los países mal llamados desarrollados, -¡desarrollados ¿en qué?!-, mueren, de hambre, o por enfermedades y dolencias provocadas por esa plaga inconcebible en nuestros días, unos tres mil niños, entre un día y dos años de vida. Eso significa, al mes, 90.000 niños, personas humanas, que mueren sin algazara, sin molestar, sin hacer ruido, sin la mirada amorosa del resto de los habitantes del orbe, sin su acompañamiento tierno y cómplice en la vergüenza, con las solas lágrimas y la sequedad de corazón de los más allegados, impotentes y consternados, a esos inocentes, a los que no se les santifica y jalea como a los niños inocentes de Belén.
No pretendo estropear la digestión, ni alterar el sueño de mis lectores. Pero os traigo el informe que publicó la BBC, con fecha de 15 de octubre de 2002. Y las cosas no han ido al ritmo deseado. De tal manera que en la reunión de la FAO, de ese año, se aseguró que el proyecto sobre el propósito de reducir un 50% de la desnutrición en el mundo para el año 20015, estaba frenado, y que al ritmo que se llevaba, se cumpliría el objetivo con 100 años de retraso y una millonada de cadáveres por el camino: “25.000 personas mueren todos los días en el mundo como consecuencia del hambre y la pobreza. Esta es la cifra estimada por la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Según el informe anual del organismo seis millones de niños menores de cinco, mueren de hambre cada año.” (A mí me resulta, como diría Francisco, una terrible, atroz e infame vergüenza).

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