El cardenal Rouco Varela perdió la vergüenza en el funeral de Estado en recuerdo de las víctimas de Atocha. Después de repasar en un galope largo todos los caballos de batalla de la Iglesia contra las libertades democráticas, acabó por soltar las riendas y por alentar las interpretaciones falsas que hemos padecido sobre aquel crimen. Se refirió a los que “mataron inocentes por oscuros objetivos de poder”, ole ahí, como si la muerte no la hubiese desencadenado el irracionalismo religioso, sino una trama política interna.
Me parece grave, pero no me parece muy grave. Una persona, en nombre de una asociación privada, puede perder la vergüenza sin afectar a las raíces de la vida democrática. Mucho más grave resulta que las instituciones y las leyes de un Estado pierdan la vergüenza. Lo verdaderamente grave es que las palabras de un cardenal tengan aún en España un significado político de carácter estatal. ¿Qué hace un Estado democrático, que debe respetar la libertad de conciencia de todos sus ciudadanos, organizando funerales en una catedral y poniendo la representación pública en manos de un fundamentalista católico?
Lo malo para la democracia española no es que Rouco y sus hermanos pierdan la vergüenza y mientan a conciencia, sino que sigan formando parte de los poderes y la hacienda pública gracias a los acuerdos con el Vaticano de 1976-1979 y a la Ley Hipotecaria de 1946. En realidad es la democracia española la que no tiene vergüenza.
España es un país de mentira. Se miente sobre la historia, sobre los atentados terroristas, sobre la gestión política… y no pasa nada. Nos gobierna hoy un presidente que se atrevió a mentir sobre los autores de un crimen masivo, con los cadáveres de las víctimas todavía calientes, y no pasa nada. Se trata del mismo presidente que ha mentido después sobre las cuentas y el tesorero de su partido. Y no pasa nada. Somos así, vivimos de la mentira, con una política y una democracia de mentira.
El papel de la iglesia católica resume en nuestra historia contemporánea esta gran celebración de la mentira. Cuando uno quiere explicar y explicarse la gran mentira democrática que significó la Restauración borbónica del siglo XIX, nada más fácil que acudir al artículo 11 de la Constitución de 1876. Lean ustedes esto: “La religión católica, apostólica y romana es la del Estado. La nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de sus respectivos cultos, salvo el debido respeto a la moral cristiana. No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado”. Un misterio más a cuenta de la naturaleza divina: de una sola vez se prohibían todas las ceremonias que no fueran católicas y se afirmaba que nadie sería molestado por sus ideas religiosas. La mentira y la hipocresía circulan con voz de obispo por las venas de este país.
Quien lea los concordatos, por ejemplo, el “Acuerdo entre el Estado y la Santa Sede sobre asuntos económicos”, comprobará hasta qué punto, después de muchos años de democracia y de varios gobiernos socialistas, seguimos de rodillas ante la Conferencia Episcopal. Supongo que los cristianos que trabajan por amor en las chabolas, entre los pobres, socorriendo a personas desamparadas (tengan papeles o no), sentirán al escuchar a Rouco la misma vergüenza que mi corazón laico siente al ver la palabra socialismo arrodillada una y otra vez ante la Conferencia Episcopal.
Otro ejemplo. La ley hipotecaria que soportamos desde 1946, con algunos maquillajes posteriores, no sólo sirve para que los bancos mantengan la prepotencia salvaje de una dictadura a la hora de desahuciar a las familias. Sirve también para que la Iglesia sea equiparada con el Estado en el derecho a inscribir inmuebles y fijar las propiedades. O sea que la Iglesia Católica puede poner a su nombre en el registro de la propiedad cualquier bien que no esté inscrito antes. Cosa sin importancia… Con ese procedimiento nos roba a los ciudadanos, sin ir más lejos, la propiedad de un edificio histórico como la Mezquita de Córdoba.
Lo grave, repito, no es la desvergüenza del sermón de Rouco, sino la gran mentira en la que vive la democracia española. Sin respeto a la libertad religiosa de las conciencias individuales, es decir, sin un Estado laico, no existe verdadera democracia. Es un gran disparate que la sustitución de Rouco por Blázquez en los mandos de Iglesia sea todavía una noticia de alcance en la política española. ¿Vivimos aún en la Restauración de Alfonso XII? ¿Vivimos en la España de Franco? No, vivimos en otra farsa, la de la España actual, heredera de una Transición política llena de mentiras al servicio de un poder político y económico de carácter injusto. Amén.
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