Los
caminos que van del corazón de un hombre al corazón de una mujer son
misteriosos. Igualmente misteriosas son las travesías del corazón de dos
hombres y respectivamente de dos mujeres que se encuentran y se
declaran sus mutuos afectos. De ese ir y venir nace el enamoramiento, el
amor y finalmente el casamiento o la unión estable. Como tratamos con
libertades, las parejas se encuentran expuestas a eventos imponderables.
La propia existencia nunca está fijada
de una vez. Vive en permanente diálogo con el medio. Ese intercambio no
deja a nadie inmune. Cada uno vive expuesto. Las fidelidades mutuas son
puestas a prueba. En el matrimonio, apagada la pasión, empieza la vida
cotidiana con su rutina gris. En la convivencia a dos suceden
desencuentros, irrumpen pasiones volcánicas por la fascinación de otra
persona. No es raro que después del éxtasis siga la decepción. Hay
vueltas, perdones, renovación de promesas y reconciliaciones. Siempre
sobran, sin embargo, las heridas, que, aunque cicatricen, recuerdan que
un día sangraron.
El amor es una llama viva que arde pero que puede oscilar y
lentamente ir cubriéndose de cenizas hasta apagarse. No es que las
personas se odien, se vuelven indiferentes unas a otras. Es la muerte
del amor. El verso 11 del Cántico Espiritual del místico San Juan de la
Cruz, que son canciones de amor entre el alma y Dios, dice con fina
observación: «el mal de amor no se cura sino con la presencia y la
figura». No basta el amor platónico, virtual o a distancia. El amor
exige presencia. Quiere la figura concreta que más que la piel-a-piel es
el cara-a-cara y el corazón sintiendo el palpitar del corazón del otro.
Bien dice el místico poeta: el amor es una dolencia que, en mis
palabras, solo se cura con lo que yo llamaría ternura esencial. La
ternura es la savia del amor. Si quieres guardar, fortalecer, dar
sostenibilidad al amor sé tierno con tu compañero o con tu compañera.
Sin el aceite de la ternura no se alimenta la llama sagrada del amor. Se
apaga.
¿Qué es la ternura? De entrada, descartemos las concepciones
psicologizantes y superficiales que identifican la ternura como mera
emoción y excitación del sentimiento frente al otro. La concentración
solo en el sentimiento genera el sentimentalismo. El sentimentalismo es
un producto de la subjetividad mal integrada. Es el sujeto que se pliega
sobre sí mismo y celebra las sensaciones que el otro provocó en él. No
sale de sí mismo.
La ternura, por el contrario, irrumpe cuando la persona se descentra
de sí misma, sale en dirección al otro, siente al otro como otro,
participa de su existencia, de deja tocar por su historia de vida. El
otro marca al sujeto. Ese demorarse en el otro, no por las sensaciones
que nos produce, sino por amor, por el aprecio a su persona y por la
valoración de su vida y de su lucha. “Te amo no porque eres hermosa;
eres hermosa porque te amo”.
La ternura es el afecto que damos a las personas en sí mismas. Es el
cuidado sin obsesión. Ternura no es afeminación ni renuncia de rigor. Es
un afecto que, a su manera, nos abre al conocimiento del otro. El Papa
Francisco hablando en Río a los obispos les pidió “la revolución de la
ternura” como condición para un encuentro pastoral verdadero.
En realidad solo conocemos bien cuando tenemos afecto y nos sentimos
envueltos con la persona con la cual queremos establecer comunión. La
ternura puede y debe convivir con el extremo empeño por una causa, como
fue ejemplarmente demostrado por el revolucionario absoluto Che Guevara
(1928-1968). De él guardamos esta sentencia inspiradora: “hay que
endurecerse pero sin perder nunca la ternura” . La ternura incluye la
creatividad y la auto-realización de la persona junto y a través de la
persona amada.
La relación de ternura no envuelve angustia porque está libre de la
búsqueda de ventajas y de dominación. El enternecimiento es la fuerza
propia del corazón, es el deseo profundo de compartir caminos. La
angustia del otro es mi angustia, su éxito es mi éxito y su salvación o
perdición es mi salvación y, en el fondo, no solo mía sino de todos.
Blas Pascal (1623-1662), filósofo y matemático francés del siglo
XVII, introdujo una distinción importante que nos ayuda a entender la
ternura: distingue el esprit de finesse del esprit de géometrie. El
esprit de finesse es el espíritu de finura, de sensibilidad, de cuidado y
de ternura. El espíritu no sólo piensa y razona. Va más allá, porque
añade al raciocinio sensibilidad, intuición y capacidad de sentir en
profundidad. Del espíritu de finura nace el mundo de las excelencias, de
los grandes sueños, de los valores y de los compromisos a los cuales
vale la pena dedicar energías y tiempo.
El esprit de géometrie es el espíritu de cálculo y de trabajo,
interesado en la eficacia y en el poder. Pero donde hay concentración de
poder ahí no hay ternura ni amor. Por eso las personas autoritarias son
duras y sin ternura y, a veces, sin piedad. Pero este es el modo de ser
que ha imperado en la modernidad. Ésta ha arrinconado, bajo un montón
de sospechas, todo lo relacionado con el afecto y la ternura.
De aquí se deriva también el vacío aterrador de nuestra cultura
“geométrica” con su plétora de sensaciones pero sin experiencias
profundas; con una acumulación fantástica de saber pero con escasa
sabiduría, con demasiado vigor muscular, demasiada sexualización,
demasiados artefactos de destrucción, mostrados en los serial killer,
pero sin ternura ni cuidado de unos con otros, con la Tierra, y con sus
hijos e hijas, con el futuro común de todos.
El amor y la vida son frágiles. Su fuerza invencible viene de la ternura con la cual los rodeamos y los alimentamos siempre.
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