La Iglesia católica se define tanto por lo que defiende como por lo que
calla. El reciente informe del Comité de los Derechos del Niño de la
ONU, que ha acusado al Vaticano de seguir transigiendo y avalando con su
silencio cómplice la pederastia no solo se centra en los abusos
sexuales; también en otros asuntos igualmente graves; alguno de ellos
con claro carácter español.
“La Comisión”, dice el informe, “deplora
que miles de niños hayan sido arrebatados a sus madres por la fuerza
por congregaciones católicas en varios países para después ser enviados a
orfanatos o entregados en adopción a otros padres, como fue el caso
importante en España y en las lavanderías irlandesas de Magdalena” (…)
“La Santa Sede no ha abierto una investigación interna sobre estos casos
y no tomó ninguna acción contra sus responsables”.
La plataforma de afectados por los robos de niños en España siempre
ha echado en falta un pronunciamiento de los obispos españoles por este
escándalo, habida cuenta de que hubo instituciones y religiosos
implicados y que el juez imputó a la ya fallecida sor María Gómez
Valbuena. El presidente de la Conferencia Episcopal, Antonio María Rouco
Varela, y sus portavoces eluden siquiera pronunciarse sobre un asunto
tan grave que solo ahora se ha destapado públicamente. Ellos que tanto
se preocupan por el relativismo moral de la sociedad, no tienen nada que
decir sobre unos delitos que han dejado un reguero de víctimas que
buscan la verdad y la reparación.
El informe de la ONU es a nivel global una denuncia de grueso
calibre, porque acusa a la Iglesia católica de incumplir derechos
humanos suscritos por la propia Santa Sede en convenios internacionales.
La lista es larga: no solo se encubre a los abusadores sexuales, sino
que el derecho canónico no protege a los niños de la violencia y sigue
haciendo una clara distinción con los hijos nacidos fuera del
matrimonio; con su actitud general la Iglesia estigmatiza la
homosexualidad, mantiene los estereotipos sexistas en sus libros de
texto, arrebata la identidad a los hijos de los sacerdotes, sigue
tolerando los castigos físicos en algunas instituciones, no investiga el
tormento que sufrieron cientos de niñas irlandesas en las lavanderías
Magdalena —donde eran explotadas laboralmente y sometidas a abusos
(entre otros suplicios)— y, en general, no invierte en formar a los
suyos en valores que pongan fin a tanto infierno infantil.
El papa Francisco ha creado un grupo de trabajo para tomar medidas
conducentes a “estar siempre del lado de los niños”. Frente al informe
de la ONU, el exsecretario de Estado vaticano Tarcisio Bertone ha pedido
paciencia. Indudablemente, la tarea de Francisco llevará tiempo porque
es titánica. El mal corroe la institución y está bien enquistado. Pero
la paciencia tiene un límite y en España la jerarquía católica es
especialmente refractaria al revisionismo. Mantener a Rouco, ciertamente
a punto de jubilarse, avalar a una Conferencia Episcopal obsesionada
con participar en política con el aborto o nombrar cardenal a Fernando
Sebastián, que cree que hay que curar la homosexualidad, no es la mejor
señal para la paciencia sobre una institución todavía tan influyente.
gcanas@elpais.es
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