Al
papa Francisco, al revés de sus sucesores que medían y pesaban sus
palabras, le encanta provocar. Y no lo hace a través de sesudas
encíclicas o documentos papales. Provoca a los católicos en las calles y
plazas, como hace dos mil años lo hacía el profeta inconformista de
Nazaret.
Su última provocación tuvo lugar el
miércoles pasado conversando con los fieles en Roma. Les dijo, como la
cosa más normal del mundo, que el cristiano que “no se considere
pecador” mejor que “no vaya a misa”.
Más aún, según Francisco, los que van a misa para aparentar que “son
mejores que los otros”, mejor que se queden en casa. No hay lugar para
ellos en la iglesia.
Alertó también con humor a los fieles para que cuando vayan a misa no
hagan “comadreos”, comentando por ejemplo cómo está vestida fulanita o
menganita de tal. Quizás se refería a las misas de boda. Francisco,
cuando era cardenal arzobispo de Buenos Aires, ironizaba al comentar que
muchos católicos asisten a esa ceremonia sin importarles la misa, sino
más bien ”cómo está vestida la novia y sus convidadas”.
El nuevo papa latinoamericano está resucitando la Iglesia de la
comprensión y la misericordia después de siglos de inquisición. Se está
saltando cientos de años de teología y patrística para llevar a la
Iglesia a sus orígenes, cuando aún no existían tribunales de inquisición
y cuando en el centro de todo estaba la teología del perdón y no del
castigo.
Hasta Francisco, los anteriores pontífices medían cada palabra y
hasta sus encíclicas tenían que pasar por la censura de la Congregación
para la Doctrina de la fe y del diario oficial del Vaticano,
L´Osservatore Romano. No eran libres de decir lo que sentían con
espontaneidad.
Recuerdo solo un Papa, Juan XXIII -al que dicen que se parece
Francisco- que cuando visitaba alguna parroquia pobre de los suburbios
de Roma, al hablar improvisando, decía con humor a los periodistas que
lo acompañaban: “Mejor que toméis apuntes porque es posible que mañana
lo que estoy diciendo no aparezca publicado en L´Osservatore Romano”. Y
era cierto. Le censuraban.
Francisco aparece quebrando viejos tabús. No se siente maniatado
cuando habla, ni se preocupa excesivamente de si lo que dice puede o no
poner los pelos de punta a ciertos teólogos conservadores.
Se siente seguro porque él ha hecho un link con la Iglesia primitiva,
más aún, con los textos bíblicos antes de que fueran domesticados por
las diversas teologías a los largo de los siglos.
La afirmación de que que si un cristiano no se siente pecador es
mejor que no vaya a misa no habrá dejado de sonar casi a herejía a
muchos católicos conformistas.
Sin embargo, esa vuelta a la idea de una Iglesia no triunfante, no de
justos y santos sino de pecadores, no de elegidos sino de los que
buscan piedad y misercordia, la está rescatando de los evangelios, de
las enseñanzas directas del profeta judío.
Tres pasajes de los evangelios de Lucas y Juan darían plena razón a
la última provocación de Francisco. La primera es cuando es acusado por
los fariseos de haber ido con sus apóstoles a comer a la casa de un
publicano, una categoría considerada como de “pecadores”. Jesús
aprovecha la crítica que le hacen los que se creen buenos y les dice:
“Yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”, y añade:
“No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos”.
(Lucas 5, 27-32)
En el mismo evangelio lucano (18, 9-14) a los que se consideraban
justos (sin pecados) y “menospreciaban a los otros”, les propuso la
siguiente parábola: dos hombres fueron a rezar al templo, uno era
fariseo (justo) y el otro publicano (pecador). El fariseo, en pie, para
ser visto mejor, rezó así: “Te doy gracias, Dios, porque yo no soy como
los otros, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano ahí. Yo
ayuno dos veces a la semana y doy al templo el diezmo de todo lo que
gano”. Detrás de él, en un rincón, el publicano pecador no osaba ni
levantar los ojos y se golpeaba el pecho diciendo: “Señor, ayudadme
porque yo soy un pecador”. Jesús resume: “Os digo que el publicano
volvió a su casa justificado y no el fariseo”.
En el evangelio de Juan (8,2), un grupo de hombres ya mayores quiso
poner a prueba la fama de misercordioso de Jesús con los pecadores y le
llevaron a rastras a una mujer sorprendida en adulterio: “La ley manda
matarla (por lapidación). ¿Tu qué dices?”. Querían que Jesús se
declarase contra la ley judía. No sabemos lo que les respondió porque lo
escribió con el dedo en el polvo de las losas del templo, mientras la
mujer, humillada, se hallaba arrojada en tierra, una escena que al
famoso cineasta ateo, el italiano, Pier Paulo Passolini, le dejaba
enloquecido y me preguntaba incrédulo: “¿Pero por qué los apóstoles no
se interesaron en contarnos lo que Jesús había escrito?”.
Se sabe solo que cuando Jesús les propuso a los acusadores que
lanzaran la primera piedra aquellos que “estuvieran sin pecado”, estos
empezaron a irse, “comenzando por los más viejos”. A la mujer en pecado,
Jesús le pregunta: “¿Nadie te condena? Yo tampoco, vete en paz y no
vuelvas a hacerlo”.
Aquellos legalistas, incapaces de misericordia, no le perdonaron sin
embargo al profeta su gesto de misericordia con la adúltera y lo
llevaron a la cruz aún muy joven.
Francisco está resucitando a la Iglesia que prefería perdonar que
condenar, entender el corazón humano en vez de anatematizarlo,
convencido como está que la Iglesia que, por ejemplo, hace del
confesionario (en expresión suya) un “lugar de tortura”, no responde a
la que había soñado su fundador: una Iglesia que no condena a nadie y
que deja el juicio final en manos de Dios, del que decía el profeta
Isaías que es más madre que padre.
¿No parece Francisco, en efecto, más una madre que cierra los ojos a
las fechorías de sus hijos que un padre severo siempre dispuesto a
castigar? “¿Quién soy yo para juzgar a un homosexual?”, les dijo a los
periodistas en el avión de regreso de Brasil.
Francisco está siendo severo solo contra los que violentan a los
menores inocentes, es decir, contra los pederastras dentro de la
Iglesia. Mucho más que sus antecesores. Y también en esto sigue las
huellas del maestro que llegó a pedir la pena de muerte para el que
violenta a los niños. “Mejor sería que le colocasen una piedra de molino
al cuello y lo arrojaran al mar”, les dijo severo a sus discípulos.
Francisco es, en verdad, el primer Papa que ha sorprendido desde el primer momento al confesar con coraje: “Yo también peco”.
¿Cuánto aguantará la Iglesia tradicional esta revolución repentina?
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