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La
pederastia es el mayor escándalo de la Iglesia católica de todo el
siglo XX y de principios del siglo XXI, el que más descrédito ha
provocado en esta institución bimilenaria y el que ha generado más
pérdida de creyentes, que han abandonado la Iglesia, bien dando un
portazo, bien hecho mutis por el foro. Algunos de los que se presentaban
como modelos de entrega a los demás, se entregaron a crímenes contra
personas desprotegidas.
Algunos de los que eran considerados
expertos en educación, utilizaron su supuesta excelencia educativa para
abusar de los niños y las niñas que los padres les confiaban para
recibir una buen formación. Algunos de los que se presentaban como guías
de “almas cándidas” para llevarlas por el buen camino de la salvación,
se dedicaban a mancillar sus cuerpos y anular sus mentes.
Y eso sucedió durante décadas en no pocas de las instituciones
religiosas: parroquias, seminarios, colegios, noviciados, etc., y afectó
a decenas de miles de víctimas, según el reciente Informe de la ONU.
Los delitos sexuales fueron cometidos por miles de eclesiásticos
apoyándose en su poder espiritual, que demostró ser una coraza para
actuar criminalmente y protegerse de la justicia. ¡El poder, siempre el
poder! Y en este caso, el poder espiritual, el más dañino de los poderes
cuando se desvía del camino de la espiritualidad liberadora, transita
por la senda del control de las conciencias y manipula la voluntad de
los creyentes; y el poder patriarcal, que ha ejercido más violencia en
la historia que todas las guerras. ¡El poder espiritual y el poder
patriarcal siempre unidos en las religiones!
¿Desconocía el Vaticano tan extendida, programada y perversa
situación de la pederastia y tan humillantes prácticas para las
víctimas? La conocía perfectamente, ya que hasta él llegaban informes y
denuncias que archivaba sistemáticamente hasta olvidarse de ellas. A las
víctimas y a los informantes les imponía silencio para salvar el buen
nombre de la Iglesia, amenazando con penas severas que podían llegar
hasta la excomunión si osaban hablar. Tal modo de proceder creó un clima
de permisividad, una atmósfera de oscurantismo y un ambiente de
complicidad con los abusadores, a quienes se eximía de culpa, mientras
que la culpabilidad se trasladaba a las víctimas, que se veían
bloqueadas para ir a los tribunales ante la imagen de autoridad que
daban los pederastas. Hacerlo público se consideraba una desobediencia a
las orientaciones eclesiásticas y una traición al silencio impuesto por
las autoridades competentes, que decían representar a Dios en la
tierra.
No importaba la pérdida de dignidad de las víctimas, ni los daños y
secuelas, muchas veces irreversibles, ni las lesiones graves físicas,
psíquicas y mentales con las que tenían que convivir los afectados de
por vida. Faltó com-pasión con las víctimas y sensibilidad hacia sus
sufrimientos. No hubo acto de contrición alguno, ni arrepentimiento, ni
propósito de la enmienda, ni reparación de los daños causados, ni se
produjo acto alguno de rehabilitación, ni se hizo justicia. Todo lo
contrario: se echó más leña al fuego de las agresiones Tal actitud
supuso una nueva y más brutal agresión.
Sucede, además, que la mayoría de las veces los casos de pederastia
se produjeron en instituciones y centros de formación masculinos
dirigidos por varones: párrocos, formadores de seminarios, educadores de
colegios, maestros de novicios, padres espirituales, obispos, todos
célibes, en el ejercicio del poder patriarcal en estado puro. Lo que
demuestra que el patriarcado recurre incluso a los abusos sexuales para
demostrar su poder omnímodo en la sociedad y en las religiones y, en el
caso que nos ocupa, sobre las personas más vulnerables. Un poder
legitimado por la religión, que convierte a los varones en “vicarios de
Dios” y portavoces de su voluntad. Es la forma más perversa de entender
y de practicar la masculinidad, que despersonaliza y cosifica a quienes
previamente ha destruido. Masculinidad y violencia, pederastia y
patriarcado son binomios que suelen caminar juntos y causan más
destrozos humanos que un huracán.
El cáncer de la pederastia con metástasis, extendido por todo el
cuerpo eclesial, es la mejor y más fehaciente prueba del fracaso del
catolicismo del Juan Pablo II y del cardenal Ratzinger, que los
encubrieron: el primero como papa concediendo todo tipo de atenciones
religiosas a reconocidos pederastas como Marcial Maciel; el segundo como
todopoderoso presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe
durante casi un cuarto de siglo. Este último, siendo papa, Benedicto VI,
se vio obligado a dimitir ante la suciedad que le llegaba al cuello y
que no supo limpiar a tiempo. ¿Quiso limpiarla de verdad? No lo sabemos.
Lo cierto es que no lo hizo. ¿No pudo? Claro que pudo. ¿No demostró
mano dura con los teólogos y las teólogas que disentían de su manera de
pensar, a quienes vigiló detectivescamente, impuso silencio, retiró el
reconocimiento de “teólogos católicos”, condenó sus libros, expulsó de
sus cátedras? ¿No puso bajo sospecha a la Conferencia de Liderazgo de
Mujeres Religiosas de Estados Unidos –que representa al 80% de monjas de
ese país-, a quienes acusó de feminismo radical y las colocó bajo el
control de un arzobispo, que actúa como detective? ¿Por qué entonces le
tembló el pulso y no actuó con la misma contundencia ante los casos de
pederastia?
Aunque con retraso, llega ahora una severa denuncia de la ONU contra
el Vaticano, al que acusa de anteponer su reputación a la defensa de los
derechos de los niños, de violar la Convención que protege dichos
derechos, de no reconocer la magnitud de los crímenes, de ejercer una
prolongada y sistemática política de encubrimiento de la violaciones y,
ante la gravedad de los hechos, limitarse a trasladar a los pederastias
de parroquias.
La reacción inmediata del Vaticano, a través de su portavoz, el
jesuita Federico Lombardi, no ha sido precisamente la de ofrecer su
colaboración a la ONU y a los tribunales civiles de justicia, ni la de
proceder con urgencia al esclarecimiento de tamaños crímenes. Lo que ha
hecho ha sido contra-atacar y acusar a la ONU de llevar a cabo “ataques
ideológicos” y de interferirse en las enseñanzas de la Iglesia y en la
libertad religiosa. Me parece una respuesta equivocada, ya que, a mi
juicio, la ONU no hace ataques ideológicos ni se interfiere en asuntos
ajenos a su competencia, sino que exige, como es su obligación, el
cumplimiento de la Convención de los Derechos del Niño. ¡Demasiado tarde
lo ha hecho!
Si el modelo de Iglesia de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI
fracasó, entre otras razones, por su actitud permisiva hacia la
pederastia, el nuevo modelo de cristianismo que está gestándose solo
puede ver la luz si el Vaticano cambia de actitud en este tema. En una
institución tan centralista y vertical como la Iglesia católica, donde
el papa tiene la plenitud del poder, le corresponde a Francisco
responder a las graves denuncias y a las legítimas peticiones de la ONU
sin titubeos ni estrategias dilatorias, y actuar con contundencia contra
la pederastia: poner fin a la impunidad, condenar públicamente los
crímenes cometidos, pedir perdón por ellos, cesar en sus funciones a
los responsables, abrir los archivos donde se encuentra la información
acumulada durante décadas y entregar a la justicia a los pederastas y a
sus encubridores.
Y debe hacerlo sin demora, ya que el tiempo puede jugar a favor de
la credibilidad de Francisco, que hoy es muy elevada, pero también en
contra. A mayor retraso y más ambigüedad en la respuesta, más pérdida de
credibilidad; a más celeridad en la colaboración y más contundencia en
la condena de la pederastia, el papa argentino será más creíble.
Si se refugia en injustificados contra-ataques, como ha hecho
torpemente su portavoz monseñor Lombardi, y no actúa en la dirección que
le ha marcado la ONU, mucho me temo que la reforma de la Iglesia con la
que se ha comprometido fracasará. Sus gestos de apertura se quedarían
en gestos para la galería y sus palabras de solidaridad se las llevará
el viento. ¡Así de triste! Espero y confío en que esto no suceda.
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