En los primeros siglos, a los divorciados vueltos a casar se les
remitía la culpa y se les daba la comunión; pero más tarde, en
Occidente, esta praxis fue abandonada. Hoy el Papa Francisco vuelve a
proponerla, mientras los cardenales se baten en duelo
A mediados de febrero los cardenales y los obispos del consejo de la
secretaría del sínodo se reunirán para valorar las respuestas al
cuestionario distribuido en octubre en todo el mundo.
El sínodo tiene por tema “los desafíos
pastorales sobre la familia” y tendrá lugar en Roma del 5 al 19 de
octubre. Entre las treinta y nueve preguntas del cuestionario, cinco
conciernen a los católicos divorciados y vueltos a casar en segundas
nupcias y su imposibilidad de recibir los sacramentos de la eucaristía y
la reconciliación.
Sobre este punto la discusión es muy candente y las presiones para
admitir en la comunión a los divorciados vueltos a casar son muy fuertes
en la opinión pública, con el apoyo de obispos y cardenales de
renombre.
De hecho, actualmente en la Iglesia católica la única vía para que
los divorciados vueltos a casar y que se mantienen firmes en su segundo
matrimonio sean admitidos a la comunión eucarística, es la verificación
de la nulidad del precedente matrimonio celebrado en la iglesia.
La causas de la nulidad pueden ser numerosas y los tribunales
eclesiásticos son generalmente comprensivos resolviendo por esta vía
casos matrimoniales que son también difíciles.
Pero es imposible para los tribunales eclesiásticos hacer frente al
gran número de matrimonios que supuestamente podrían ser inválidos.
Según el Papa Francisco – que ha citado a este propósito al arzobispo de
Buenos Aires que le precedió – los matrimonios nulos podrían incluso
ser “la mitad” de los matrimonios celebrados en la iglesia porque han
sido celebrados “sin madurez, sin darse cuenta de que es para toda la
vida, por conveniencia social”.
La gran parte de estos matrimonios inválidos ni siquiera es sometida
al juicio de los tribunales eclesiásticos. No solo. Los tribunales
eclesiásticos existen y funcionan sólo en algunos países, pero son
inexistentes en amplias regiones de África, Asia y la misma América
Latina. En algunas zonas de reciente evangelización el matrimonio
monógamo e indisoluble ni siquiera ha sido aún aceptado por el sentir
común católico en un contexto persistente de uniones inestables o
polígamas.
Con este escenario, ¿cómo solucionar la imposibilidad de resolver por vía judicial el gran número de pasajes a segundas nupcias?
Joseph Ratzinger, como cardenal y como Papa, había avanzado en más de
una ocasión la hipótesis de permitir el acceso a la comunión de los
divorciados vueltos a casar “que hayan llegado a la motivada convicción
de conciencia sobre la nulidad de su primer matrimonio, pero cuya
invalidez no puede ser demostrada por vía jurídica”.
Benedicto XVI advertía que “el problema es muy difícil y aún se debe profundizar en él”.
Mientras tanto, el acceso espontáneo de los divorciados vueltos a
casar a la comunión se ha convertido en una praxis difundida, tolerada
por sacerdotes y obispos e incluso animada y oficializada en algunas
partes, como en la diócesis alemana de Friburgo. Con esto, se corre el
riesgo de descargar todo sobre la conciencia del individuo, aumentando
la distancia entre la visión alta y exigente del matrimonio tal como
aparece en los Evangelios y la vida práctica de numerosos fieles.
En esta fase de acercamiento al sínodo sobre la familia, el Papa
Francisco ha dado espacio a una confrontación entre posiciones
distintas, si no opuestas, contribuyendo así él mismo a crear
expectativas de “apertura”.
Por un lado, ha querido que se publicara en “L’Osservatore Romano”
del 23 de octubre, en siete idiomas, una nota del prefecto de la
congregación para la doctrina de la fe Gerhard L. Müller, muy rigurosa
afirmando la “santidad” indisoluble del matrimonio cristiano y
rechazando “una adecuación al espíritu de los tiempos”, como sería la
concesión de la comunión a los divorciados vueltos a casar sobre la base
simplemente de su elección de conciencia.
Por otra parte, el Papa ha dejado que obispos y cardenales – también
de su declarada confianza como Reinhard Marx y Óscar Rodríguez Maradiaga
– se expresaran públicamente contra Müller y a favor de una superación
de la prohibición de la comunión.
Los fautores de este cambio, al explicitar sus posiciones, confían en
última instancia en la convicción de conciencia de cada individuo.
¿Pero es la conciencia la única vía de solución al problema de los divorciados vueltos a casar?
Según cuanto sucedía en los primeros siglos del cristianismo, no. La solución, entonces, era otra.
*
La persona que, recientemente, ha recordado cómo afrontó la Iglesia
de los primeros siglos la cuestión de los divorciados vueltos a casar es
un sacerdote de Génova, Giovanni Cereti, estudioso de patrística y de
ecumenismo, además de ser desde hace más de treinta años asistente del
movimiento de espiritualidad conyugal de los “Equipes Notre-Dame”.
Cereti ha vuelto a publicar hace unos meses un docto estudio escrito
por él y publicado por primera vez en 1977, reeditado en 1998, que lleva
por título: “Divorzio, nuove nozze e penitenza nella Chiesa primitiva”
(“Divorcio, nuevas nupcias y penitencia en la Iglesia primitiva”).
La piedra angular de este estudio – pletórico de referencias a los
Padres de la Iglesia, que se debatían con el problema de las segundas
nupcias – es el canon 8 del concilio de Nicea del 325, el primero de los
grandes concilios ecuménicos de la Iglesia, cuya autoridad ha sido
siempre reconocida por todos los cristianos.
El canon 8 del concilio de Nicea dice:
“A propósito de aquellos que se definen puros, en el caso de que
quieran entrar en la Iglesia católica, este santo y gran concilio
establece, […] antes de cualquier otra cosa, que estos declaren
abiertamente, por escrito, que aceptan y siguen las enseñanzas de la
Iglesia católica: es decir, que entrarán en comunión tanto con aquellos
que han pasado a segundas nupcias, como con aquellos que han cedido en
la persecución, para los cuales se establecen el tiempo y las
circunstancias de la penitencia, siguiendo así en cada cosa las
decisiones de la Iglesia católica y apostólica”.
Los “puros” a los cuales se refiere el canon son los novacianos, los
rigoristas de la época, intransigentes hasta la definitiva ruptura tanto
con los adúlteros vueltos a casar, como con las personas que habían
apostatado para salvar su vida aunque se hubieran arrepentido después.
En ambos casos habían sido sometidos a la penitencia y habían sido
absueltos de su pecado.
Exigiendo a los novacianos que para ser readmitidos en la Iglesia
tenían que “entrar en comunión” con estas categorías de personas, el
concilio de Nicea confirmaba por tanto el poder de la Iglesia de
perdonar cualquier pecado y de volver a acoger en la plena comunión
también a los “dígamos”, es decir, a los adúlteros vueltos a casar y a
los apostatas.
Desde entonces, en lo que concierne a los divorciados vueltos a
casar, en la cristiandad han convivido dos tendencias, una más rigorista
y otra más dispuesta al perdón. En el segundo milenio, en la Iglesia de
Roma se impuso la primera. Pero en precedencia, durante muchos siglos,
también en Occidente tuvo espacio la praxis del perdón.
El recién nombrado cardenal Müller, en su nota en “L’Osservatore
Romano”, escribe que “en la época patrística, los creyentes separados
que se habían vuelto a casar civilmente no eran readmitidos oficialmente
a los sacramentos, aun cuando hubiesen pasado por un periodo de
penitencia”. Pero inmediatamente reconoce que “en ocasiones, se buscaron
soluciones pastorales para rarísimos casos-límites”.
Más adherente a la realidad histórica ha sido Ratzinger, en un
escrito suyo de 1998 que volvió a ser publicado el 30 de noviembre de
2011 en distintos idiomas en “L’Osservatore Romano”, que resume así el
estado de la cuestión según los más recientes estudios:
“Se afirma que el magisterio actual sólo se nutriría de un filón de
la tradición patrística, y no de la entera herencia de la Iglesia
antigua. Si bien los Padres se atuvieron claramente al principio
doctrinal de la indisolubilidad del matrimonio, algunos de ellos
toleraron, en la práctica pastoral, una cierta flexibilidad ante
situaciones difíciles concretas. Sobre este fundamento, las Iglesias
orientales separadas de Roma habrían desarrollado más tarde, junto al
principio de la akribia, de la fidelidad a la verdad revelada, el
principio de la oikonomia, de la condescendencia benévola en situaciones
difíciles. Sin renunciar a la doctrina de la indisolubilidad del
matrimonio, esas Iglesias permitirían, en determinados casos, un segundo
e incluso un tercer matrimonio que, por otra parte, es diferente del
primer matrimonio sacramental y está marcado por el carácter de la
penitencia. Esta praxis nunca habría sido condenada explícitamente por
la Iglesia Católica. El Sínodo de Obispos de 1980 habría sugerido
estudiar a fondo esta tradición, a fin de hacer resplandecer mejor la
misericordia de Dios”.
Más adelante, en ese mismo texto, Ratzinger indica en san León Magno y
en otros Padres de la Iglesia a aquellos que “buscaron soluciones
pastorales para raros casos límite” y reconoce que “en la Iglesia
imperial posterior a Constantino se buscó una mayor flexibilidad y
disponibilidad al compromiso en situaciones matrimoniales difíciles”.
De hecho, el concilio ecuménico de Nicea fue convocado precisamente
por Constantino y su canon 8 expresa justamente esta orientación.
Hay también que precisar que, en ese periodo, los que habían pasado a
segundas nupcias y eran readmitidos en la comunión de la Iglesia
permanecían junto al nuevo cónyuge.
En Occidente, en los siglos sucesivos, el periodo penitencial que
precedía a la readmisión a la eucaristía, inicialmente breve, se
prolongó poco a poco hasta convertirse en permanente, mientras en
Oriente esto no sucedió.
En el segundo milenio, en Occidente, fueron los tribunales
eclesiásticos los que se enfrentaron y resolvieron los “casos límites”
de segundas nupcias, asegurando la nulidad del precedente matrimonio,
pero cancelando con ello la conversión y la penitencia.
Hoy, quienes como Giovanni Cereti quieren centrar la atención sobre
la praxis de la Iglesia de los primeros siglos, proponen la vuelta a un
sistema penitencial similar al adoptado entonces, sistema que aún se
conserva en una cierta forma en las Iglesias de Oriente.
Extendiendo el poder de la Iglesia de absolver todos los pecados
también a aquellos que han roto el primer matrimonio y han entrado en
una segunda unión, se abriría el camino – sostienen – a “una mayor
valorización del sacramento de la reconciliación” y “a una vuelta a la
fe de muchos que, hoy, se sienten excluidos de la comunión eclesial”.
Tal vez el Papa Francisco estaba pensando en esto cuando, en la
entrevista en el avión de vuelta de Rio de Janeiro, el 28 de julio de
2013, abrió y cerró “un paréntesis” – palabras suyas – sobre los
ortodoxos que “siguen la teología de la ‘economía’, como la llaman, y
dan una segunda posibilidad de matrimonio”.
Añadiendo inmediatamente después:
“Creo que este problema [de la comunión a las personas en segundas
nupcias] se debe estudiar en el marco de la pastoral matrimonial”.
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