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viernes, 24 de enero de 2014

Víctimas y presos José Arregui, teólogo

Da miedo escribir sobre víctimas o presos, y más aun escribir sobre víctimas y presos, ambos a la vez. La verdad y la justicia exigen distinguirlos. La reparación y la reconciliación exigen atenderlos juntos, a cada uno de acuerdo a lo que necesita para curar su memoria y sus heridas. De modo bien distinto, forman parte de la misma historia, son sujetos del mismo drama: agentes unos y pacientes otros. Pacientes todos.
Y a todos sin excepción nos toca ser agentes de paz, cada uno desde su propio dolor y responsabilidad. Vivimos el mejor tiempo desde la fundación de ETA en 1958 en plena época franquista: dos años y tres meses sin asesinatos, secuestros, atentados. Vivimos la mejor oportunidad para asegurar la paz y construir la convivencia. ¡Bendita oportunidad, imperiosa exigencia!
Que se acabe cuanto antes ETA y el sufrimiento unido a ella, empezando por el sufrimiento de las víctimas. De todas las víctimas. No viviremos en paz sino en la medida en que ensanchemos la mirada y nos pongamos cada uno en el lugar del otro.
El informe objetivo sobre “vulneraciones de derechos humanos” ocurridas desde 1960, elaborado por cuatro expertos por encargo del Gobierno Vasco, cifra en 1.004 el número de personas asesinadas –además de otras muchas vulneraciones de derechos humanos– en relación con la “violencia de motivación política” ligada al conflicto vasco.
De las 1.004 personas asesinadas, 837 corresponden a ETA y grupos derivados (811 fueron asesinadas en atentados, 15 en secuestros, dos por “kale borroka”, cuatro en otras circunstancias, y tres han sido dadas por fallecidas y aún no han aparecido). El resto son también víctimas, diferentes en la motivación, pero iguales en el sufrimiento injusto: 94 asesinados en manos de las Fuerzas de Seguridad del Estado (9 lo fueron bajo custodia policial, 20 en controles policiales o similares, 17 debido a “errores, abusos u otros”, 16 en altercados de policías fuera de servicio, 30 en manifestaciones y dos por pena capital), y 73 asesinados por grupos parapoliciales y de extrema derecha (61 en atentados y agresiones, tres en movilizaciones, cuatro tras sufrir un secuestro y dos mujeres tras ser violadas).
Las cifras son frías, pero la historia es dramática: 1004 historias dramáticas. Y muchas más. No son víctimas de dos lados, “nuestras víctimas contra las vuestras”. Cada historia de dolor es única y sagrada, y cada una merece reconocimiento y atención como si fuera única.
Reconozcamos con pesar que no hemos estado a la altura: o hemos sido insensibles o hemos sido sensibles solamente al dolor de unos. Que ningún dolor nos sea ajeno.
Que tampoco nos sea ajeno el sufrimiento de los presos y de sus familias, más allá de la legalidad vigente, incluso más allá de que consideremos justa o injusta su condena.
Es hora de dar un paso decisivo en la civilización. No me refiero solamente a unos cambios en la política penitenciaria, deseables e incluso indispensables para asegurar la paz y construir la convivencia. Voy más allá: al modo de considerar al delincuente y de concebir la cárcel.
En cuanto a los “otros victimarios” (Fuerzas del Estado, grupos parapoliciales, extrema derecha), ninguno de ellos está en la cárcel, ni hemos de pedir que lo estén: no es el castigo del victimario lo que cura la herida de la víctima, sino el reconocimiento de la verdad y la reparación social (y económica, si hiciere falta). Basta con eso.
Arranquemos de nosotros el deseo de venganza. Es hora de pasar de la justicia punitiva a la justicia restaurativa. Que la cárcel deje de ser lugar de castigo. Si hay garantías de que un preso de ETA o cualquier preso ya no atentará contra nadie ha de salir de la cárcel. Lo exige la Constitución española, lo enseña la filosofía del Derecho, lo dicta la humanidad.
No humilla a los presos el reconocimiento del daño causado e incluso la petición de perdón, no impuesta, sino voluntaria; no exigible, pero sí deseable. No niega la dignidad de las víctimas la excarcelación de los presos, una vez que hayan renunciado a la violencia. La petición de perdón engrandece al victimario. La generosidad con el victimario engrandece a la víctima. Que los presos no se vuelvan prisioneros de su pasado. Que las víctimas no se vuelvan prisioneras de su dolor.
Es hora de ser generosos, para reparar mejor todos los daños. De lo contrario, pierden las víctimas, pierden los derechos humanos, pierde la paz. Dejemos de dividir el mundo en buenos y malos, vencedores y vencidos, los nuestros y los vuestros. Que cada uno de nosotros, como el buen samaritano del evangelio, se baje de su cabalgadura, de su ideología e incluso de su proyecto político, por legítimo que sea. Lo primero es lo primero. Que miremos al herido y nos acerquemos, sin dar un rodeo como el sacerdote y el levita. Que se ablanden los ojos y se conmuevan las entrañas.
No podremos convivir en paz los unos sin los otros. No curaremos nuestras heridas mientras no se curen las de todos.
José Arregi

(Publicado en DEIA y en los Diarios del Grupo NOTICIAS)

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