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Normalmente
las sociedades se asientan sobre el siguiente trípode: la economía, que
garantiza la base material de la vida humana para que sea buena y
decente; la política, por la cual se distribuye el poder y se organizan
las instituciones que hacen funcionar la convivencia social; y la ética,
que establece los valores y normas que rigen los comportamientos
humanos para que haya justicia y paz y para que se resuelvan los
conflictos sin recurrir a la violencia. Generalmente la ética viene
acompañada de un aura espiritual que responde por el sentido último de
la vida y del universo, exigencias siempre presentes en la agenda
humana.
Estas instancias se entrelazan en una
sociedad funcional, pero siempre en este orden: la economía obedece a la
política y la política se somete a la ética.
Pero a partir de la revolución industrial en el siglo XIX, más
exactamente a partir de 1834en Inglaterra, la economía empezó a
despegarse de la política y a soterrar a la ética. Surgió una economía
de mercado de forma que todo el sistema económico fuese dirigido y
controlado solamente por el mercado libre de cualquier control o de un
límite ético.
La marca registrada de este mercado no es la cooperación sino la
competición, que va más allá de la economía e impregna todas las
relaciones humanas. Pero ahora se creó, al decir Karl Polanyi, «un nuevo
credo totalmente materialista que creía que todos los problemas podrían
resolverse con una cantidad ilimitada de bienes materiales» (La Gran
Transformación, Campus 2000, p. 58). Este credo es asumido todavía hoy
con fervor religioso por la mayoría de los economistas del sistema
imperante y, en general, por las políticas públicas.
A partir de ese momento, la economía iba a funcionar como el único
eje articulador de todas las instancias sociales. Todo iba a pasar por
la economía, concretamente, por el PIB. Quien estudió en detalle este
proceso fue el filósofo e historiador de la economía antes mencionado,
Karl Polanyi (1866-1964), de ascendencia húngara y judía y más tarde
convertido al cristianismo de vertiente calvinista. Nacido en Viena,
desarrolló su actividad en Inglaterra y después, bajo la presión
macarthista, entre Toronto en Canadá y la Universidad de Columbia en
Estados Unidos. El demostró que «en vez de estar la economía embutida en
las relaciones sociales, son las relaciones sociales las que están
embutidas en el sistema económico» (p. 77). Entonces ocurrió lo que él
llama La Gran Transformación: de una economía de mercado se pasó a una
sociedad de mercado.
Como consecuencia nació un nuevo sistema social, nunca habido antes,
donde no existe la sociedad, solo los individuos compitiendo entre sí,
cosa que Reagan y Thatcher van a repetir hasta la saciedad. Todo cambió,
pues todo, realmente todo, se vuelve mercancía. Cualquier bien será
llevado al mercado para ser negociado con vistas al lucro individual:
productos naturales, manufacturados, cosas sagradas ligadas directamente
a la vida como el agua potable, las semillas, los suelos, los órganos
humanos. Polanyi no deja de anotar que todo esto es «contrario a la
sustancia humana y natural de las sociedades». Pero fue lo que triunfó,
especialmente en la posguerra. El mercado es «un elemento útil, pero
subordinado a una comunidad democrática» dice Polanyi. El pensador está
en la base de la «democracia económica».
Aquí cabe recordar las palabras proféticas de Karl Marx en La miseria
de la filosofía 1847: «Llegó, en fin, un tiempo en que todo lo que los
hombres habían considerado inalienable se volvió objeto de cambio, de
tráfico y podía venderse. El tiempo en que las propias cosas que hasta
entonces eran co-participadas pero jamás cambiadas; dadas, pero jamás
vendidas; adquiridas pero jamás compradas –virtud, amor, opinión,
ciencia, conciencia etc– en que todo pasó al comercio. El tiempo de la
corrupción general, de la venalidad universal, o para hablar en
términos de economía política, el tiempo en que cualquier cosa, moral o
física, una vez vuelta valor venal es llevada al mercado para recibir un
precio, en su más justo valor».
Los efectos socioambientales desastrosos de esa mercantilización de
todo, los estamos sintiendo hoy por el caos ecológico de la Tierra.
Tenemos que repensar el lugar de la economía en el conjunto de la vida
humana, especialmente frente a los límites de la Tierra. El
individualismo más feroz, la acumulación obsesiva e ilimitada debilita
aquellos valores sin los cuales ninguna sociedad puede considerarse
humana: la cooperación, el cuidado de unos a otros, el amor y la
veneración por la Madre Tierra y la escucha de la conciencia que nos
incita para bien de todos.
Cuando una sociedad como la nuestra, entorpecida por culpa de su
craso materialismo, se vuelve incapaz de sentir al otro como otro,
solamente como eventual productor y consumidor, está cavando su propio
abismo. Lo que dijo Chomsky hace días en Grecia (22/12/2013) vale como
llamada de alerta: «quienes lideran la corrida hacia el precipicio son
las sociedades más ricas y poderosas, con incomparables ventajas como
Estados Unidos y Canadá. Esta es la loca racionalidad de la ‘democracia
capitalista’ realmente existente.”
Ahora cabe aplicar el There is no Alternative (TINA): No hay
alternativa: o mudamos o pereceremos porque nuestros bienes materiales
no nos salvarán. Es el precio letal por haber entregado nuestro destino
la dictadura de la economía transformada en un “dios salvador” de todos
los problemas.
Con el economista y educador Marcos Arruda escribimos Globalización:
desafíos socioeconómicos, éticos y educacionales, Vozes 2001.
Traducción de Mª José Gavito Milano
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