Es cosa bien sabida. En España, ahora mismo
y precisamete con motivo de la crisis, nuestros gobernantes han
organizado las cosas de manera que cada día aumenta el número de
personas que rebuscan lo que pueden en los contenedores de basura, para
ver si dan con algo que les haga soportable el hambre que arrastran y
les arrastra desde hace meses, quizás años. Mientras que, al mismo
tiempo, si vergüenza da decir lo que estoy diciendo, esta vergüenza hace
que salten chispas en el alma de quienes se sienten orgullosos de sí
mismos porque se pueden permitir lujos y caprichos que poca gente en
Europa se puede permitir en estos tiempos. Los políticos no mienten
cuando nos dicen que a España llega cada día más dinero. Lo que no nos
dicen es que ese dinero le llega a poca gente, a contadas familias, que
nos manejan a los demás. No echo mano de ejemplos y casos concretos,
que producen rabia. Ahí los tiene cualquiera que busque en la red.
Lo que interesa, en este momento, es
tomar conciencia de las consecuencias que todo esto traerá consigo. No
hablo de las consecuencias que este aterrador giro económico ha
provocado, y está provocando. Pienso, sobre todo,
en lo que esto va a provocar. Lo más evidente – que ya se nota – es que
la clase media, si no desaparece totalmente, se va a quedar tan
debilitada y tan escasa, que, dentro de poco, ya no será el motor de la
economía de este país. ¿Qué quiero decir con esto? Que el 80 % de la
población quedaremos a merced de lo que quieran hacer con nosotros el 20
% de los más ricos. Porque ellos sí serán el factor determinante que
decidirá cómo va a funcionar la política, la economía, la justicia, la
educación, la cultura y hasta la religión.
En los años 80 y 90 del siglo pasado, he tenido que trabajar temporadas largas en países de América Latina.
Naciones enteras sin una clase media consistente. Es decir, naciones
enteras en las que el Estado de Derecho era imposible. Y en las que,
por tanto, la igualdad de derechos de todos los ciudadanos no se podía
ni pensar.
Así las cosas, la
violencia era inevitable. La violencia en todas sus formas y todas sus
manifestaciones. Guerras, golpes de estado, dictaduras, usos y abusos de
los pocos ricos sobre los muchos pobres, inseguridad en casi todo.
Porque todo estaba así planeado. Como – según me temo con fundamento –
se viene planeando, en este país nuestro, desde hace tiempo. Y los que
lo han planeado, lo están consiguiendo. No estamos básicamente bajo los
efectos de la crisis. Lo más preocupante, en este momento, es el
proyecto de país injusto y desigual que, de forma implacable, se está
realizando.
Yo no soy economista. Ni experto en ciencias sociales
o políticas. Cualquiera ve que estoy manejando datos conocidos por
cualquier persona medianamente cultivada. Entonces, ¿por qué me pongo a
escribir sobre este complicado asunto? Muy sencillo. Porque, al hablar
de estas cosas, estoy expresando lo que es el centro de mis convicciones
y mis creencias. O sea, lo que es el centro de mi religión. Yo leo y
releo el Evangelio. Y lo que en él encuentro, en cada página de ese gran
relato, es que el centro de las preocupaciones de Jesús no fue la
religión del templo, sino el sufrimiento de la gente de la calle.
Justamente, lo que no se cansa de repetir el papa Francisco. Este papa
extraño que, de pronto, se ha hecho presente en la escena mundial. Para
recordarnos a todos – empezando por el clero – que, por muy importante
que sea la asignatura de religión en la enseñanza, es mucho más
apremiante remediar el hambre y atender a la salud de niños, ancianos y
enfermos.
Por supuesto, yo sé que Caritas, parroquias, conventos y otras
instituciones similares derrochan caridad y generosidad con incontables
personas necesitadas. Esto es justo y necesario reconocerlo. Tan justo y
necesario como tener presente que la estabilidad constitucional de un
país no se puede cimentar sobre la caridad, sino sobre la justicia. Yo
supongo que nuestros políticos se dan cuenta de esto. Pero si es que ni
de esto se enteran (o no les interesa), que no nos hablen más de los
presuntos crecimientos económicos, que sólo cuadran con sus cuentas y
proyectos. No queremos el modelo de sociedad que ellos quieren.
Queremos una España más igualitaria, más justa y más honrada. O digamos,
por las claras, que ni nos importa España. Ni nos interesa su religión.
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