Un inmigrante africano, que vive en la calle, en menos de un año ha
pasado de tener aspecto de príncipe al de un hombre completamente
derrotado, hecho polvo. Un padre joven no pide dinero sino que le
compren un bote de leche materna para su bebé. Un hombre mayor bien
vestido hurga vergonzoso en papeleras y contenedores. Otro de más edad,
sentado en el suelo con la espalda apoyada en una pared y vestido con un
grueso chaquetón sucio en invierno o verano, no hace nada; con la
mirada perdida ni siquiera pide limosna… Todo eso pasa en mi barrio,
cerca de casa. Solo es una diminuta muestra, porque en España, por
ejemplo, según Cáritas Española, viven en la calle o en infraviviendas
casi tres millones de personas.
Nunca la humanidad ha tenido tanta capacidad para producir y acumular riqueza,
pero nunca esa riqueza ha estado tan mal repartida. Nunca ha habido
tanta desigualdad e injusticia. No es un discurso izquierdoso a la
violeta, porque el 10% de la población mundial posee el 83% de la
riqueza y poco más de 1000 personas acumulan fortunas superiores a los
1.000 millones de dólares. Y esa desigualdad genera la más brutal de las
pobrezas.
Hace cinco años escribí que había más hambrientos que 18 años antes.
Según la FAO, en 1990 había 823 millones de hambrientos y en abril de
2008, cuando lo escribí, ya eran 861 millones. Hoy quienes sufren hambre
aún son 842 millones (12% de la población mundial). Algo menos, pero
una pírrica disminución de desnutridos. Y el hambre es el más cruel
exponente de la desigualdad.
Si nos fijamos en España, se ha convertido en paradigma de la
desigualdad en Europa. Unas 400.000 personas (de 47 millones de
población) poseen un patrimonio de un millón de dólares o más, pero tres
millones de familias apenas viven con 300 euros al mes; que, por
cierto, son el doble que hace 5 años. Y más de 12 millones de españoles
viven bajo el umbral de la pobreza. Por lo que hay
que concluir que si hay casi seis millones de parados, demasiados
trabajadores asalariados, a pesar de tener empleo, no pueden huir de la
pobreza. Y pobreza y desigualdad van de la mano.
Según datos del banco Credit Suisse,
la riqueza global en el mundo ha aumentado un 68% en los últimos diez
años, hasta el máximo histórico de 241 billones de dólares. Pero el 86%
de toda esa riqueza está en manos del 10% de la población mundial. Y una
ínfima minoría del 1% (los obscenamente ricos) posee la mitad de toda
la riqueza del planeta. ¿Algo que ver con la justicia?
Un informe de Tax Justice Network de 2012 cifraba en cerca de 12
billones de dólares el patrimonio de los mega-ricos oculto en países y
territorios donde no residen, pero sí tienen un refugio seguro para no
pagar impuestos: los paraísos fiscales. Pero en el informe Usted no sabe
de la misa la mitad, explicaba que todos los
estudios sobre desigualdad económica no han logrado contabilizar con
seguridad cuanta es esa riqueza oculta. Por tanto, la desigualdad real
es muchísimo mayor que la que se cita habitualmente.
La desigualdad es un problema central de la humanidad. Estudios del
epidemiólogo Richard Wilkinson demuestran que la desigualdad es causa de
mucho sufrimiento humano y de enfermedades, además de aumento de la
delincuencia y de más crímenes. Una feroz desigualdad buscada por la
minoría rica, porque no es posible aumentar la riqueza de la minoría sin
empobrecer a la mayoría. Robert Reich, ex secretario de Trabajo con
Clinton, dice que el mayor problema de nuestro tiempo es la creciente
desigualdad en la distribución de la riqueza. Cualquier otra cuestión
(el reciente cierre del gobierno de Estados Unidos, la pugna sobre el
déficit presupuestario y el techo de deuda) dice que es una distracción.
Y la desigualdad no solo continúa, crece. Según Merrill Lynch y
Capgemini, en 2013 los ricos serán mucho más ricos. Porque lo que
llamamos crisis es un saqueo que perpetran esa minoría y sus servidores
mientras a las clases trabajadoras les supone más paro, más precariedad,
más pobreza.
Hay que reaccionar. O estamos perdidos.
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