Quienes han madurado sus convicciones cristianas, a costa de perseverancia y radicalidad evangélica, muchas veces a costa de marginación y desconfianza…(Marco Antonio Velásquez).
Si bien la expresión no se escucha, en la práctica se siente y, muchas
veces, con fuerza. Tácitamente existe una suerte de definición estricta
respecto de lo que se entiende por un buen y un mal católico, por un
buen y un mal hijo de la Iglesia.
¿Qué hay detrás de estos estereotipos tan arraigados en la vida eclesial?
El hecho parece instalarse en la conciencia cristiana desde la
catequesis de iniciación. Es ahí donde el objetivo esencial de propiciar
una positiva y estimulante experiencia religiosa primaria, comienza a
subordinarse al cumplimiento de obligaciones y al desarrollo de modos
conductuales. La influencia de una prolongada cristiandad y la
subyacente estructura idealizada de la perfección cristiana han
terminado imponiendo el modelo de la espiritualidad del buen católico.
Ello define la costumbre y abarca el terreno de la ortopraxis (recta
actuación); mientras la coherencia y la función de la conciencia
cristiana, quedan recluidas en el campo de la ortodoxia (recta
doctrina).
Comunmente la conducta personal
de los fieles es condicionada por el imperativo del “deber ser”,
mientras la actuación de mucha jerarquía está orientada a tutelar y
defender los “derechos de Dios”. En esta tensión hay, de un lado, la más
sublime subordinación de la voluntad personal del creyente al Dios
amado, dando forma al deber ser cristiano; mientras, del otro lado está
la asimilación de la jerarquía con la potestad divina. Surge así el
paralelismo entre divinidad y humanidad, que en distintos niveles se
replica en la dualidad: Cielo – Iglesia; Dios – Jerarquía; Santos –
laicado. Con ello se sientan las bases de una eclesiología viciada, que
en la práctica es una jerarcología, según la denominación de Y. Congar.
Queda entonces fracturada irremediablemente la dimensión de servicio
del ministerio jerárquico, quedando el clero en una posición acreedora
de los fieles, quienes son deudores de consideración y de obligaciones.
Bajo esta concepción jerarcológica, se configura el estereotipo del buen
y del mal católico, según una definición tácita y estricta que, más
allá de los cumplimientos, supone actitudes.
Consecuentemente, en un vasto ámbito de la Iglesia se ha favorecido
la conformación de un catolicismo que adolece de un agudo infatilismo
laical. La expresión más evidente
de ello es la incapacidad de ejercer un discernimiento de la realidad
interpelante para expresar un juicio crítico, fundado y de cara a los
pastores, que permita a la Iglesia asimilar los pulsos del “mundo”, que
privilegiadamente debe percibir el laicado, en cuanto está llamado a
encarnarse en las realidades temporales. El resultado es devastador
porque se priva a la Iglesia de hacer comunión con los problemas del mundo
y de discernir con agudeza los signos de los tiempos. Pese a ello,
quienes están de este lado, son los que normalmente alcanzan la
consideración de la jerarquía por ser “buenos católicos”.
Del otro lado, quienes han madurado sus convicciones cristianas, a
costa de perseverancia y radicalidad evangélica, muchas veces a costa de
marginación y desconfianza, quedan a la intemperie, huérfanos y
desprovistos para actuar con mayor fecundidad en la tarea de “sanar” las
realidades temporales, torcidas por el pecado. Como agravante,
encuentran dificultades serias para vivir en plenitud la comunión
eclesial. Son instrumentos de Dios llamados a dar testimonio en las
agrestes fronteras humanas, ahí donde hay enormes contingentes que no
interactúan con la Iglesia institucional. Gracias a la presencia activa
de estos hombres y mujeres, que han asumido conscientemente su bautismo,
esas multitudes anhelantes de Dios pueden experimentar la cercanía de
esa Iglesia que es Pueblo de Dios.
Acostumbrados a un juicio crítico, insobornables a la hora de buscar
justicia y verdad, frontales y libres, en los ambientes eclesiales
convencionales son vistos con recelo. Sin palabras decanta la sugestión
que no son “buenos católicos”. Al experimentar la marginación, vuelven a las fronteras.
Cuando la Iglesia enfrenta el desafío de ir a las periferias
existenciales, estos “parteros del Reino” tienen mucho que decir a los
pastores, porque son conocedores de llanuras y peligros. Son hijos e
hijas de la Iglesia que viven en el corazón del mundo y que aspiran
también a ser acogidos con apertura en el corazón de la Iglesia, Pueblo
de Dios.
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