Enviado a la página web de Redes Cristianas
Como muchos de los que
conocen de primera mano la realidad de la inmigración irregular y del
laberinto del asilo, escribo desde el hartazgo de escuchar palabras
huecas en las declaraciones de tantos prominentes hombres y mujeres que
nos gobiernan. Esos que ahora buscan a la prensa para exhibir su
compasión y que son los mismos
que han rechazado una y otra vez, con prudente realismo y en aras de
criterios económicos “racionales”, nuestras críticas ante su ciega
política de inmigración y asilo. Por eso, por hipócritas o, aún peor,
por cínicos, malditos sean la inmensa mayoría de los duelos, lamentos y
condenas que hemos podido leer en estos días, después de la enésima
tragedia en las costas de Lampedusa, el pasado jueves 3 de octubre
Hay excepciones, sí. La primera, la del
papa Francisco, que escogió cuidadosamente Lampedusa para su primera
salida del Vaticano, en julio de este año y dejó un un duro e impecable
discurso sobre lo que llamó “globalización de la indiferencia”. También
la de la alcaldesa Giusi Nicolini, que harta de entierros sin nombre y
de lamentaciones vanas, escribió a Bruselas para preguntar hasta dónde
tenían que ampliar su cementerio sin que La UE se decidiera a actuar. Y
que contestó al cínico vicepresidente Alfano conminándole a venir a
enterrar a los muertos, cuando éste pretendió erigirse (¡¡habrase visto
desvergüenza!!) en portavoz de la necesidad de “otra” consideración de
la policía migratoria.
Por lo que se refiere a la prensa, entre mucha basura y no poca
crónica de rutina, me parecen destacables tres testimonios: el artículo
en La Stampa de Domenico Quirico “Sul molo de Lampedusa a contemplare la
norte”, (se puede encontrar
traducción italiana en El País: “De nuevo en el muelle de la muerte”; el
de Juan Luis Sánchez, “Asalto o vergüenza: en qué quedamos”; y el de
Sami Naïr, “Morir en Lampedusa”. Los tres ponen de manifiesto algo que
me parece imprescindible. Hay relación de nexo causal entre esas
tragedias y las políticas migratorias de los países de la UE, empeñados
en un modelo basado en el control “hidráulico” (tantos entran como
puestos de trabajo disponibles y necesarios; ni uno más. Y a los que “se
cuelan” hay que echarlos de
inmediato), y obsesionado con la lucha contra la inmigración ilegal,
pero no tanto con las causas reales de los movimientos migratorios. Y es
que resulta insoportable la contradicción de estar empeñados en
difundir discursos xenófobos y racistas que predican una Europa asediada
por las amenazas de las
hordas del tercer mundo, discursos que inspiran la construcción de muros
y la vigilancia de los mares con cañoneras (como exigía el ministro
Marone, compadre del hoy compungido Alfano) y luego soltar la lágrima
por los muertos.
Porque estos muertos no son los primeros. Baste pensar en qué han
quedado en las aguas y orillas de Lampedusa más de 8000 cadáveres desde
1990: los cómputos más fiables hablan de más de 17000 en los últimos
diez años en toda Europa: basta examinar por ejemplo el dossier “Muertos
en las fronteras de Europa: un éxodo letal”, o, de la misma ONG, la
lista de refugiados muertos en las fronteras europeas. Para quien esté
interesado en las cifras en nuestro país, es decir, para las víctimas en
el Estrecho y en el viaje desde las costas de África Occidental a
Canarias, son imprescindibles los informes anuales “Los derechos humanos
en la Frontera sur”, elaborados por la Asociación por Derechos
Humanos/Andalucía, APDHA.
En el desastre del día 3 en Lampedusa hablamos quizá de más de
trescientos muertos, puesto que sólo se ha rescatado con vida a 155 de
los aproximadamente 500 pasajeros. 500 hombres, niños y mujeres (algunas
de ellas embarazadas) que, en su mayoría (salvo los procedentes de
Siria) han recorrido más de 4.000 km en su huida de la guerra en Somalia
y del caos en Eritrea, de la miseria aquí y allá. Más de 300 muertos.
Un listón paradójica y tristemente demasiado alto como para que los
próximos naufragios –que llegarán- alcancen atención mediática. Pero no
pasa nada. Las lamentaciones se producen como si se tratase de muertes
naturales o de crueles designios del destino. No podemos, no debemos
aceptarlo. El hartazgo y la rabia que nos llena a muchos de nosotros no
es el de la impotencia ante desastres “naturales”, tan lamentables como
inevitables. Lo diré: esas muertes son homicidios, si no algo peor. Y
hay responsables. Hablemos de ellos. Y no sólo para decir que malditos
sean.
Malditas, sí, las autoridades nacionales –las italianas en este
caso-, que hacen leyes que convierten a inmigrantes irregulares y
necesitados de asilo en presuntos delincuentes. Hagamos algunas
preguntas: ¿Alguien ha reparado en el hecho de que forman parte del
actual Gobierno italiano (ese que, al decir de algunos prudentes
opinadores, sería una esperanza para la izquierda por haber vencido a
Berlusconi) un vicepresidente –Alfano- y varios ministros del partido
que respaldó la ley Fini-Bossi que significó en 2002 el establecimiento
de la inmigración irregular como delito y la penalización de la ayuda a
los inmigrantes irregulares? ¿Alguien ha tenido en cuenta que esa ley,
que el mismo “renovador” Gobierno Letta no ha derogado –ni entraba en
sus planes; veremos ahora, ante la conmoción de la opinión pública- es
muy probablemente la razón de que los tres pesqueros que no auxiliaron
al buque en llamas podían haber sido multados (incluso con penas de
prisión) en caso de haberlo hecho? No es esa ley una violación flagrante
de las viejas leyes del mar, como muestra Terra ferma, la película de
Emmanuele Crealese de 2011? ¿Qué grado de cinismo permite a ese Gobierno
declarar que dará la nacionalidad póstuma a los muertos para
enterrarlos como ciudadanos italianos –europeos- y así “cumplir al menos
de esta manera su sueño”, sin vomitar por ese gesto de asqueroso
paternalismo? Hay toneladas de dignidad mayor en las miles de tumbas sin
nombre, que no en estos entierros “oficiales” para “buenos muertos
europeos”.
Maldito sea el Senatur Bossi y su Legha Nord, que han atizado el
fuego xenófobo y a los que no les parece suficiente la ley
antimigratoria que él mismo impulsó junto con su entonces aliado Fini. Y
malditos los políticos del Polo de la libertad de Berlusconi que
hicieron también campaña con estos lemas y defendieron esa ley
aberrante. Maldito Bossi, quien tiene el cinismo de echar la culpa de la
tragedia a la ministra de integración del Gobierno Letta, Cecile
Kyenge, que por el mero hecho de ser africana constituye de suyo un
poderoso “efecto llamada”, origen del viaje irresponsable que emprenden
los “inmigrantes africanos”. Un efecto como aquel que tanto preocupó a
los Gobiernos de Aznar en España y, de otra manera, también a algunos
ministros del PSOE, como los señores Corbacho y Camacho. Por eso,
malditos los gobiernos que permiten que continúe la tragedia en torno a
Canarias y en el Estrecho, cementerios marinos, territorios de naufragio
que ha sabido documentar con mirada propia el extraordinario
fotoperiodista Marcos Moreno, a quien dedicó su página especial la
revista Periodistas en su número 39.
Malditas las autoridades europeas responsables de las políticas
migratorias y de asilo de la UE. Es cierto que la competencia en estos
temas corresponde a los estados nacionales, pero ¿podemos olvidar el
efecto criminalizador y de negación de derechos, por ejemplo, de la
malhadada Directiva europea de retorno, adoptada en 2008? ¿Podemos
olvidar la progresiva degradación del derecho de asilo a la que
contribuyen no sólo los Estados nacionales que modifican a la baja su
marco legal sobre asilo y refugio (como lo han hecho el Gobierno
español, el del Reino Unido, el italiano, el danés o el holandés, por
poner algunos ejemplos), sino la propia UE? En efecto, la UE se muestra
terne en su empeño de una lista restrictiva de “países seguros” y voraz
en exigencias de blindaje de fronteras para impermeabilizarlas contra
una presión de refugiados ignorando que éstos se dirigen sobre todo a
países limítrofes y apenas pueden llegar a Europa. ¿Qué decir de esos
acuerdos bilaterales para permitir expulsiones rápidas (y aun
colectivas) de recién llegados de quienes apenas alguna vez se averigua
si pudieran ser refugiados a los que hacen cada vez más difícil plantear
las demandas de asilo? Por eso, no es aceptable el horror de la
comisaria Malström que se espanta de lo sucedido y dice que hay que
luchar más eficazmente contra los traficantes de personas. No se han
enterado de nada. No quieren enterarse de la verdad. Veremos si la
reunión de los Ministros de Interior de la UE en Luxemburgo, el martes 8
de octubre, da muestras de haber aprendido algo…
Malditos, insisto, quienes propician que se lesione sin remedio ese
derecho elemental, el derecho de asilo, última esperanza para centenares
de miles de refugiados. Porque se comete un gravísimo un error, a mi
juicio, cuando se habla de tragedia de inmigrantes irregulares o
indocumentados o clandestinos. Sería muy grave si se tratase de eso.
Pero es aún peor. Quienes llegaban ahora a esa isla eran, en gran
medida, como sucedió en 2011, refugiados que huyen en busca de asilo.
Huyen de Estados fallidos como Somalia o Eritrea. Huían de la guerra,
del hambre y de la persecución de bandas paramilitares y parapoliciales,
cuando no de la propia policía y de los ejércitos que devastan a la
población civil. Y nuestros Estados (Italia, España, Francia…la UE
también) no tienen frente a ellos un deber de caridad, de solidaridad o
humanitario, sino una obligación jurídica de primer orden. La que nace
de ser partes, de haber incorporado en nuestro Derecho las Convenciones e
instrumentos jurídicos del Derecho internacional de refugiados.
Por eso, maldito será también el Alto Comisario de los Refugiados de
la ONU (ACNUR), el portugués Gutierres si, además de lamentar la
tragedia y enfatizar su gravedad de modo ritual, como en ocasiones
anteriores, no recuerda con toda exigencia y vigor que se están violando
obligaciones jurídicas internacionales, y que hay responsabilidades
exigibles. Y hace todo lo posible para que se establezcan esas
responsabilidades, en lugar de mirar para otro lado tras el comunicado
con crespón.
Malditas las autoridades nacionales y europeas cuando, en casos
contrastados aunque afortunadamente excepcionales respecto a lo que es
su línea de actuación habitual (por la que merecen reconocimiento), han
hecho la vista gorda sobre naufragios en los que hay fuertes indicios de
responsabilidad por parte de quienes tienen el primer deber de
proteger. Pongo como ejemplo el caso detallada y empecinadamente
denunciado por el periodista Nicolás Castellano y sobre el que ocho
meses después (no como en el accidente del Alvia en Santiago) seguimos
sin haber esclarecido los hechos.
Ya sé que siempre habrá una voz realista que recuerde que la
responsabilidad frente a las desgracias que ocurren en el mundo no es de
Europa, ni de Occidente, sino en primer lugar de los propios regímenes y
aún de los países en que la población vive en la miseria, con hambre,
sin derechos, sin expectativas de vida. Pero no puedo aceptar que
nuestra respuesta a los eritreos, somalíes y sirios, a ese nuevo pueblo
que vive una Anábasis inédita como escribía Quirico, el pueblo de la
inmigración, el de los refugiados, sea: “busquen en otra ventanilla.
Nosotros ya cumplimos y más que nadie con los programas de cooperación y
desarrollo”. Vergüenza para todos nosotros, quienes presumimos de los
valores de la UE, de la defensa y garantía de los derechos humanos y de
la democracia y los olvidamos en cuanto son de otros y llegan hasta
nosotros. ¿Cómo podrán entender esta barbarie nuestros nietos, si no
exigimos que se haga justicia, que se adopten medidas que primen esa
garantía de los derechos humanos universales como condición sine qua
non, en lugar de hacer cada vez más difícil la esperanza de asilo para
los desamparados y negar el derecho elemental a la salud a los pobres
inmigrantes irregulares como hemos aprobado aquí con el Decreto 16/2012
del Gobierno Rajoy?
A todos aquellos a quienes maldigo, les deseo como redención que sean
capaces de emprender, al menos metafóricamente, al menos mediante la
lectura, el viaje al revés, el de Salvatore Piraci, el protagonista de
la novela de Laurent Gaudé, Eldorado. Piraci, comandante del
guardacostas Zeffiro, con base en Catania, vigila la llegada de
inmigrantes a Lampedusa. Este “centinela del la ciudadela Europa” conoce
a una mujer inmigrante que ha perdido a su bebé en la travesía hacia
Lampedusa y sólo vive para vengarse de los traficantes que la explotaron
en ese viaje. Piraci acabará por emprender el viaje a la inversa y
comprender así la Anábasis de los desplazados, la travesía vital de
miles de seres humanos que llegan hasta Libia, hasta Ceuta o Melilla, en
pos de un sueño que los europeos sólo queremos para nosotros.
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