En mi reciente artículo “Neuroteología” escribí: “Es más que
probable que en la Tierra, dentro de muchos millones de años, vivan
seres no humanos mucho más inteligentes o “espirituales” que nosotros (y
que Buda o Jesús de Nazaret…)”. Bastantes personas me han expresado su
extrañeza o incluso su disgusto por la referencia a Jesús en este
paréntesis. Podría ser que a algunos budistas les haya pasado a la
inversa, si es que han leído el texto, pero no me consta. Quiero, pues,
explicarme sobre este paréntesis para mis hermanos cristianos.
La pregunta es: ¿No puede un cristiano
pensar que, dentro de miles o de millones de años, puedan existir en la
Tierra –o que existan ya en otros planetas– seres más espirituales que
Jesús de Nazaret?
Empezaré con una reflexión previa. La fe no se juega en lo que
pensamos o creemos, sino en lo que vivimos. Lo que pensamos o creemos
puede sostener y suscitar la vivencia profunda de la fe. Eso en primer
lugar. En segundo lugar: las
creencias, en cuanto pensamientos, han de ser “razonables” o al menos no
ser irracionales. Solo podemos “creer” lo que nos parece razonable o
“plausible”. Por eso cambian las creencias según la cultura, la visión del mundo,
las ciencias. Una creencia que no fuera razonable o que fuera
irracional sería un obstáculo para la vivencia de la fe. En realidad,
nadie cree nada si por alguna razón no le parece razonable creerlo. A mí
no me parece razonable creer que Jesús fuese hijo de madre virgen, y no
lo creo, ni ahí se juega mi fe cristiana (¡solo faltaría!); pero si
alguien lo cree, es porque por alguna razón –por ejemplo, porque piensa
que es una “verdad revelada por Dios”– le parece razonable creerlo así.
Los motivos de razonabilidad o plausibilidad son muy diversos, pero
nadie puede creer algo que no le parezca razonable creer. Es así de
sencillo.
Igual de sencillo es, y por la misma razón, lo que decía en el
paréntesis del artículo: si la evolución de la vida sigue –y es
innegable que sigue–, el hombre Jesús no puede ser
pensado como la forma acabada de la evolución de la vida en general, ni
siquiera de la evolución humana en particular. Según eso, no sería
razonable pensar en Jesús como un ser perfecto y acabado, ni siquiera
espiritualmente. Pensar a Jesús como un hombre perfecto estaría en
contradicción con el dato de la evolución y, en última instancia, con la
creencia de la encarnación. Vayamos por partes.
Supongo que nadie imagina a Jesús como un hombre físicamente
perfecto. Un cuerpo perfecto no existe. Un Jesús físicamente perfecto no
sería humano. Supongo que nadie piensa tampoco que Jesús fue
intelectualmente insuperable, ni aun en el caso improbable de que
hubiera sido más inteligente que Einstein. La inteligencia depende de la
educación y del ejercicio personal, pero en primer lugar de la
capacidad neuronal. Si un día, dentro de miles o de millones de años
–por mutación natural o por tecnología genética o neuronal– aparece
alguna especie (tal vez exista
ya en el universo) con una capacidad cerebral superior al Homo Sapiens
actual, esa especie podrá ser más inteligente que Jesús, Homo Sapiens
judío de hace dos mil años.
¿Y por qué ese futuro e hipotético ser no podría poseer una
psicología más dotada, lograda o equilibrada que Jesús? No conocemos
mucho sobre la psicología de Jesús, aunque por lo que sabemos ya nos
gustaría tener su emotividad y equilibrio, su fuerza y ternura; ya nos
gustaría ser tan buenos y felices como él. Con todo, ¿sería razonable
pensar que su psicología fue perfectamente equilibrada, que jamás sintió
angustia ni sentimiento negativo alguno para consigo o los demás, como
nos pasa a todos? Si padeces en tu ser, que seguro que padeces, esas
angustias y sentimientos negativos, no te preocupes: seguro que Jesús
también las padeció. Pero procuró seguir sobreponiéndose cada día y
confiando a pesar de todo.
Ahí está la grandeza; ése es el camino. Yo espero, sin embargo, que
alguna vez aparecerá o haremos que aparezca un cerebro más logrado que
el de esta especie que somos (y que fue Jesús), esta especie que sigue
funcionando todavía en buena parte según los mecanismos “primitivos” del
cerebro reptil, y que sigue sintiendo todavía los miedos, las rabias y
las tristezas propias del viejo cerebro mamífero. Espero que algún día
pueblen nuestro querido planeta unos seres más libres de miedos, que se
sientan más indemnes y salvados, que sean más felices cuidándose unos a
otros más que nosotros. Jesús también lo esperaba –en primer lugar para
sí–, aunque él lo llamaba “reino de Dios” y aunque él no entendía el
mundo según un paradigma evolutivo como lo entendemos nosotros.
Si pensamos la realidad en un paradigma evolutivo, es lógico pensar
la propia espiritualidad –la nuestra y la de Jesús– en ese mismo
paradigma. La realización espiritual es una dimensión más compleja y
profunda que la salud física o que incluso el equilibrio psicológico. Es
la paz y la armonía con el Sí mismo, con el Mundo, con el Otro y con el
Todo. Y esa espiritualidad, como todo cuanto es, depende de todo,
emerge de todo. Depende y emerge también, y no en pequeña medida, de los
genes y de las neuronas. Por eso digo: ya quisiera yo llegar a la paz y
la armonía a las que llegó Jesús, incluso en Getsemaní, incluso en la
cruz, pero no tengo por qué pensar que en su ser individual e histórico
llegase a la realización plena de la paz, del descanso, del shalom, de
la espiritualidad, aunque sí creo –y me parece razonable o al menos no
me parece irracional “creer”– que en su muerte llegó a la Vida plena o a
Dios. Espero que alguna vez haya seres en esta Tierra que puedan
alcanzar una armonía mayor de la vida particular con la Vida universal,
sin tanto esfuerzo ni tanto Getsemaní. También Jesús lo esperó, en
primer lugar para sí, aunque quizás alguna vez también desesperó.
Jesús fue un individuo admirable de esta nuestra pobre y maravillosa especie humana,
especie maravillosa pero aún incipiente, en evolución hacia una forma
todavía desconocida. Jesús fue y sigue siendo profeta, sacramento,
símbolo o encarnación de la Compasión liberadora y creadora. Pero en su
vida y en su historia particular, en su experiencia y en su conciencia
individual, no pudo llegar sino hasta donde su constitución biológica
(su ADN y su 1.400 cm3 de cerebro) y toda su cultura le permitieron
llegar.
Por eso lo quiero más, y lo confieso testigo y sacramento, admirable
en su finitud y particularidad, del Espíritu que goza y gime en la
creación entera hasta que Dios sea todo en todas las cosas.
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