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jueves, 13 de junio de 2013

El sexto: no dimitir J. I. González Faus, teólogo

Según nuestra sabiduría popular, “en España sólo dimite Benedicto XVI que ni es español ni está imputado”. El pobre Hamlet lo habría tenido mucho más fácil aquí. Porque, aunque en España algo huela a podrido más que en Dinamarca, aquí no hay dilemas de esos de ser o no ser, sino que las cosas son más simples: “no dimitir, that’s the question”. Para nuestros políticos es el mandamiento más importante: como el 6º del Decálogo bíblico.
Si examinamos los argumentos de quienes se mantienen tan firmes en ese mandamiento, podremos medir, no su altura moral (que no debemos juzgar nosotros), pero sí su capacidad lógica. Eso nos permitirá deducir que: o son tontos (si se creen ese argumento) o mienten (si la cabeza les funciona como para percibir que el argumento no vale).
Por ejemplo (y con palabras del último de quienes, hasta hoy, decidieron no dimitir): “quieren amedrentarme y no me voy a amedrentar”. Es uno de esos argumentos tan caros a los políticos, que consisten en decir una gran verdad, pero de la cual no se siguen las conclusiones que ellos sacan. Porque, señor mío: puedo conceder que han ido a por Ud. y que quieren echarle (sea para que Ud. no suceda a Rajoy o para evitar una línea más abierta en su partido, que en eso no entro). Pero ¿de qué se extraña? Ud. debería saber que la cultura “del pelotazo”, que implantaron los políticos, es hermana siamesa de la cultura de la pedrada. ¿Cómo pues no irán a apedrearle ahora?
Quieren amedrentarle. Concedido. Pero la obligación de dimitir no brota de las aviesas intenciones de los acusadores, por bajas que sean, sino de la verdad de las pruebas aducidas. Si éstas son ciertas, no se volverán falsas por la mala intención de quien las esgrime. Decían los romanos que “la mujer de César no sólo debe ser honrada sino parecerlo”. En comparación con aquello, quizá nuestros políticos sean muy honrados, pero no se preocupan nada por parecerlo. Por lo que, en cuanto a civilización política, parece que aún no hemos llegado a la época de César. Debemos estar en Numa Pompilio o en Tarquinio el Soberbio…
Por tanto, querido amigo, el único argumento válido sería mostrar que las fotos que sirven para inculparlo no son verdaderas. Si lo son, entonces debería argumentar a partir de lo que las fotos reflejan y no de las intenciones de quienes las exhiben. Hace poco, se publicaron otras fotos “inconvenientes” de un obispo argentino en la playa con una mujer. El obispo pudo aducir no sólo que aquella relación había terminado un año antes, sino que el difusor de las fotos era el alcalde de su ciudad, con quien había tenido varios choques por razones sociales y de defensa de Cáritas. Pero, a pesar de eso, dimitió: porque las fotos eran auténticas y no se volvían falsas por la mala intención del alcalde. Así que por una vez, al menos, los obispos dieron ejemplo a los políticos.
¿Qué podemos hacer? Bueno sería que esa “ley de semiopacidad” que prepara el gobierno (y que ellos llaman ley de transparencia, siguiendo la norma de cambiar el nombre de las cosas en vez de cambiar a éstas), precise legalmente que, la mera aparición de una acusación no impone ya obligación legal de dimitir (aunque si las pruebas son claras, como las fotografías, sigue vigente en mi opinión la obligación moral); pero que si un juez ve indicios como para imputar, entonces la dimisión sea obligatoria para cualquier político. Aclarando que se obliga a renunciar a todos los cargos políticos; no sólo a aquellos más ornamentales o menos rentables…
Pero eso no basta. Deberíamos aplicarnos del refrán: “los pueblos tienen los políticos que se merecen”. Miremos si no a Italia: cuando a un señor puesto infinidad de veces en evidencia descarada, se le sigue votando, resultan hipócritas los lamentos posteriores. Es conocida la defensa que hizo Roosevelt de Anastasio Somoza: “será un hijo de tal, pero es nuestro hijo de tal”. Los ciudadanos, al votar, argüimos igual: será un sinvergüenza pero es nuestro sinvergüenza. Tal modo de razonar brota de un fundamentalismo religioso respecto de los partidos a los que sacralizamos convirtiéndolos en iglesias, siendo nuestro partido “la única iglesia verdadera”. Por eso buscamos a veces esta falsa escapatoria: “sí, ya sé que está mal pero el otro es peor”. Pues lo lógico no es que sigas votando al malo, sino que no votes ni al uno ni al otro. Y si crees que no hay más alternativas, entonces vota en blanco.
También sugiero que quienes deseen canonizar algún papa o algún fundador, le hagan novenas pidiendo que dimita un político español. Si la dimisión se produjera, entones habría milagro seguro y sacábamos dos santos de un tiro: el invocado y el político.
Y si no, si siguen sin dimitir, comencemos nosotros por dimitir de ellos. Al menos servirá para no ser cómplices de aquello mismo de que les acusamos.

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