
No hay mejor camino que la propia experiencia para descubrir la verdad o no de cualquier actitud, cuando atendemos a los efectos que produce en nosotros. Por ese motivo, es bueno aprender a cuestionarnos: ¿Qué experimento cuando vivo gratitud? ¿Y cómo estoy cuando vivo indiferencia ante lo que recibo? ¿Y qué ocurre cuando estoy en la queja, el lamento o el victimismo?
Sabemos bien que el yo fácilmente da gracias por lo que le agrada, pero se enoja o enrabieta ante aquello que lo frustra. Su agradecimiento es condicionado. Por el contrario, la gratitud -como el amor y la alegría- es incondicionada: es el agradecimiento que no depende de lo que ocurra. Porque la gratitud genuina no tiene que ver tanto con lo que nos sucede, como con el modo como recibimos lo que nos sucede.
Evidentemente, no se da gracias por la injusticia ni por lo que hace daño. Pero todo, también la frustración, se percibe desde “otro lugar”. Y aun en el miedo, el dolor y el desgarro, encontraremos algún motivo para dar gracias. Porque, incluso en medio de la desgracia, siempre hay algo por lo que dar gracias.
Cada vez conocemos más los beneficios que aporta la gratitud, desde la salud física hasta el bienestar emocional y la vida relacional. Pero el mayor de todos ellos consiste en que nos conduce a “otro lugar”: el lugar de lo realmente real, el lugar de la unidad, donde nuestra mirada anterior queda completamente transformada. Por decirlo brevemente, la gratitud incondicional repara la fractura que manteníamos con la realidad, al mismo tiempo que nos coloca en la verdad de lo que somos. De manera que entramos, así, en un “círculo virtuoso”: cuando estamos situados en la verdad de lo que somos, la gratitud fluye espontánea; y cuando vivimos la gratitud incondicional, esta nos coloca en la verdad de lo que somos. Porque la gratitud no es (solo) una actitud que podamos vivir y cultivar. Gratitud es lo que somos.
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