
Durante muchos años creí, como muchos, que el ser humano nacía marcado por una culpa original, por una herida profunda transmitida desde el inicio de los tiempos. Esa enseñanza se me grabó desde niño: que éramos pecadores por naturaleza, y que solo por el sacrificio de Jesús en la cruz pudimos ser rescatados... Y aunque siempre lo acepté, con el tiempo algo en mí no terminaba de asentir.
Recuerdo la frase que repetía “un santo de nuestros días” (que hace muchos años me marco porque la creía verdad superior…) que decía de sí mismo: “Solo soy un pecador que ama a Jesucristo”. Ahora esa frase la entiendo como una expresión de una fe triste, rota, enferma…; no es ese el espíritu de Jesús ni palabras que espera escuchar de nosotros.
Con el tiempo —con la vida, oración, experiencia, amor y algo de silencio— esa certeza empezó a tambalearse. No porque negara el mal o ignorara nuestra fragilidad, sino porque cada vez se hacía más claro dentro de mí que esa no podía ser toda la verdad. Que era insuficiente para explicar la belleza de lo humano, y sobre todo, el rostro de Dios que yo había llegado a conocer.
Hoy, después de un camino de búsqueda, puedo decir con paz que creo más en una “Bondad Original” que en un “Pecado Original... Pienso que fuimos creados desde el amor, por amor y para el bien. Que el centro del cristianismo no está en una caída, sino en una filiación. No somos seres condenados que buscan redención. Somos hijos amados, y eso cambia todo.
Hijos, no acusados
Durante siglos nos hemos definido como “pecadores redimidos”. Pero, ¿y si comenzáramos desde otro punto de vista? ¿Y si, en vez de vernos desde la herida, nos atreviéramos a mirarnos desde el amor primero que nos dio la existencia? ¿Y si fuéramos, antes que nada, hijos en proceso de encontrarnos, de crecer, de madurar…?
Decimos que somos hijos de Dios, pero a veces vivimos como si fuéramos sus acusados. Nos dirigimos a Él con miedo, con culpa, con la sensación de no estar nunca a la altura. ¿Cómo se puede amar con libertad a un Dios que parece más un juez que un padre? ¿Cómo confiar si se nos dice que para que Él pudiera perdonarnos, necesitó la sangre de su propio Hijo?
Esa imagen ha hecho daño a la cristiandad. Ha forjado generaciones durante siglos que viven la fe desde el temor, la deuda, la indignidad. Y quizás esa sea una de las razones por las que tantas personas, especialmente los jóvenes, se alejan de la fe: no porque no busquen a Dios, sino porque el rostro que les presentamos de Él ya no les dice nada. O peor aún, les hiere.
El rostro verdadero del Padre
Jesús vino a mostrarnos a Dios, no como juez, sino como Padre. No como un ser airado que exige sacrificios, sino como un amante de la vida, un Dios que se alegra con nuestra existencia. El kerigma no fue un anuncio de condena, sino una noticia de amor: “El Reino de Dios está entre ustedes. Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco.”
Imaginemos algo: ¿cómo nos marcaría saber que nuestros padres, para salvarnos de un castigo, hubieran tenido que sacrificar a nuestro hermano mayor? ¿Qué imagen de justicia, de amor, de paternidad quedaría grabada en nuestro corazón? ¿Qué sentimiento albergaría ese padre en el fondo de su alma? ¿Realmente podríamos amar a alguien que nos amó a ese precio? ¿Y qué sentiríamos hacia ese hermano?
¿Y si la señal de nuestra fe es ver siempre a nuestro Hermano mayor —Dios enviado por Dios— colgado de una cruz en vez de representarlo sonriendo al vivir su vida entre nosotros…? Esto también ha hecho mucho daño…
¿Qué tipo de fe nos ha llegado, hemos heredado…?
Pero Dios no es así. Dios no entregó a su Hijo como quien paga una deuda. Jesús no murió para calmar la ira del Padre. Jesús murió por amar hasta el final, por fidelidad a su mensaje, por no dejar de creer en la bondad del hombre ni siquiera frente al odio. La cruz no es un pacto sangriento. Es la prueba de un amor que no se detiene, que no impone, que no exige, pero que permanece hasta el último aliento.
Desnudos, pero no avergonzados
Cuando leemos el Génesis, vemos que Adán y Eva se escondieron por vergüenza. Pero, ¿quién les dijo que debían avergonzarse? ¿Quién les enseñó a temer su desnudez? Dios no los maldijo. Los buscó. Los llamó por su nombre. Les hizo ropa con sus propias manos. Fue un gesto de ternura, no de juicio.
Quizá el “pecado original” no fue una culpa heredada, sino una toma de conciencia. No una caída, sino un despertar. Y como todo despertar, trajo consigo miedo, vulnerabilidad, confusión. Pero Dios no se asustó de nuestra desnudez. Porque Él conoce el barro del que estamos hechos, y fue precisamente ese barro el que modeló con amor.
Dios vio que era bueno
La Biblia dice que al final de la creación, Dios vio todo lo que había hecho y “era muy bueno”. Y eso nos incluye. Nos creó varón y mujer a su imagen, y se alegró de su obra. Entonces, ¿por qué hemos insistido tanto en vernos como seres dañados? ¿Por qué hemos hecho de la culpa nuestra identidad más profunda?
El ser humano no es, ante todo, un pecador. Es una maravilla en proceso. Un misterio que respira, siente, ama, falla, vuelve a empezar… Y Dios se alegra con cada uno de nuestros pasos. Se alegra cuando creamos, cuando perdonamos, cuando cuidamos, cuando simplemente somos. No porque seamos perfectos, sino porque somos suyos, obra de sus manos.
El drama no es el pecado… sino el miedo
El verdadero drama no es que seamos falibles, que hayamos fallado. El error es que hayamos creído que Dios se aleja por ello. Que hayamos vivido como si su amor dependiera de nuestro desempeño; que hayamos transmitido una fe que asusta, en lugar de una que consuela, que acompaña…
Cuando uno ha amado de verdad, sabe que el amor no se retira ante la fragilidad. Y si nosotros, siendo limitados, sabemos perdonar y volver a amar, ¿cómo no lo haría Dios, que es todo amor?
Tal vez el camino sea este: volver a la ternura original. A la bondad fundante. A la alegría de sabernos hijos. No para negar nuestras sombras, sino para no quedar atrapados en ellas.
Ser cristiano es vivir en paz
Sí. Ser cristiano debería ser motivo de alegría. De confianza. De descanso interior. Porque si el origen es bueno, todo lo demás puede ordenarse. No se trata de negar el mal, sino de no absolutizarlo. Se trata de creer que somos más que nuestras caídas.
Nadie ama desde la culpa. Se ama desde la libertad. Y solo un Dios que ama primero puede despertar en nosotros una respuesta verdadera. No de miedo, sino de confianza. No de exigencia, sino de encuentro.
La gracia no es una limosna. Es la savia que hace florecer lo que somos. Y si la fe no nos hace más humanos, más libres, más agradecidos, tal vez hemos entendido mal el mensaje.
Estas palabras son de búsqueda, no de doctrina…; es más bien testimonio. No es una negación del pecado, sino una afirmación del amor. No busca polemizar, sino invitar... Porque creo, desde lo más hondo de mí, que lo que más necesita el mundo no es una religión que imponga, sino una fe que abrace, un Padre que nos acompañe porque nos ama siempre y desde el inicio…
No somos, ante todo, pecadores: Somos hijos, somos amados desde siempre por quienes somos y como somos. Somos llamados a vivir en plenitud.
Y tal vez —solo tal vez— eso sea lo único que hacía falta recordar.
Y este escrito es, también, una invitación a volver… Una invitación a revisar nuestras ideas y creencias sobre Dios, nuestras palabras sobre el pecado, nuestra forma de anunciar el Evangelio... Pienso que solo si mostramos el rostro amable de Dios —el de un padre que nos mira con ternura desde siempre y no con condena— nuestra fe será verdaderamente una buena noticia.
Alfonso Núñez Chávez
agosto ’25
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