

fe adulta
Da la impresión de que el recelo que siente Jesús por la riqueza está injustificado, porque la cultura de la riqueza nos ha proporcionado un bienestar inimaginable hace tan solo unos años. Al menos en apariencia, la felicidad es la tónica general entre los ciudadanos de las sociedades opulentas (como la nuestra), y esta felicidad es el fruto de nuestra apuesta por la riqueza que nos ha permitido alumbrar una nueva sociedad basada en la garantía de las libertades públicas, la educación universal, la sanidad para todos, la asistencia social para los más desfavorecidos, el subsidio digno de jubilación y el acceso generalizado tanto a la cultura, como a productos y servicios que hasta ese momento habían sido patrimonio exclusivo de los ricos.
Y es evidente que la mejora de las condiciones de vida de las personas supone un logro de enorme importancia para la humanidad, tanto, que cabe preguntarse si al menos una parte de ella (la más próspera) ya está alcanzando su destino y lo único que le queda por hacer como tal humanidad, es extender este modelo a todo el mundo. Al menos en apariencia, la plenitud con la que han soñado tantos filósofos de todos los tiempos está a la vuelta de la esquina. Hemos hecho lo más difícil y sólo nos queda seguir por este camino para consolidar lo conseguido.
Pero esto es un mero espejismo. Algo falla en nuestro modelo porque, a pesar de la prosperidad alcanzada, el avance de la medicina, el poder adquisitivo de bienes y servicios tanto necesarios como suntuarios, el acceso a la información y la cultura, y tantos otros beneficios que reporta la sociedad de consumo, resulta patente que los ciudadanos de los países desarrollados no gozan de la felicidad que disfrutaron sus abuelos y deben refugiarse en el trabajo compulsivo, el ocio compulsivo, el alcohol y las dogas para olvidar la falta de sentido de sus vidas y el vacío que ello conlleva. Este vacío empuja el hombre actual a sobrenadar la vida en vez de sumergirse de lleno en ella, es decir, a desperdiciar el don irrepetible de la vida.
Y nos viene a la memoria Sören Kierkegaard, quien afirma que cuando el hombre ignora lo eterno que hay en él, siente vacío, angustia y desesperación. Es evidente que el estado del bienestar ignora “lo eterno que hay en nosotros”, y el resultado es que no llena, ni mucho menos, la vida de los ciudadanos. Si fuésemos un simple animal más evolucionado que el resto, como se afirma en las tesis reduccionistas, los ciudadanos de los países ricos estaríamos viviendo en una especie de paraíso en la Tierra, y el vacío que sentimos es suficiente prueba para demostrar que somos mucho más que lo que dicen estas teorías.
Pero la crisis de sentido no sólo provoca la falta de realización personal de los ciudadanos, sino que ha generado, y sigue generando, tal cúmulo de desequilibrios en todos los ámbitos de nuestra existencia, que hacen necesario y urgente el cambio de paradigma. En este comentario nos vamos a limitar a los tres más representativos.
El primero es la insostenibilidad. Esto no puede durar. Por una parte, harían falta varios planetas como el nuestro para disponer de los recursos necesarios para su mantenimiento y absorber las emisiones, vertidos y residuos que generamos. Por otra, el calentamiento global –más patente cada año que pasa– nos hace temer que las predicciones de los científicos acaben siendo ciertas, y que nuestro planeta acabe por convertirse en inhabitable. De una forma u otra, nuestra civilización tiene los días contados.
El segundo es la desigualdad creciente entre unas regiones y otras; entre unos ciudadanos y otros, lo que provoca que mientras unos pueden derrochar sin medida, otros no tienen ni lo necesario para vivir; su mayor logro es sobrevivir cada día. Jamás esta brecha ha sido mayor y sigue creciendo. Para ilustrar esta situación diremos que Luxemburgo tiene una renta per cápita de 153.000 $. Los dos países más poblados de la tierra, China e India, tienen respectivamente, 13.000 $ y 2.500 $, y el más pobre, Burundi, tiene 193 $; es decir, casi ochocientas veces menos que los más ricos.
El tercero es la agresión brutal al medioambiente. Ya hemos mencionado la amenaza de que nuestro hábitat se convierte en inhabitable, pero mientras tanto, las condiciones de vida de los ciudadanos puede convertirse en un infierno. Una de las conclusiones más inquietantes del último informe del “Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC)” –elaborado por científicos de prestigio, y no por ecologistas exaltados– decía lo siguiente:
«La humanidad está condenada a padecer una escasez trágica de recursos esenciales para la vida debido a la pérdida de cosechas y la destrucción de los fondos marinos, y, como consecuencia, se van a producir migraciones masivas en busca de estos recursos y conflictos generalizados por obtenerlos».
Y de todo ello sacamos la conclusión de que quizá Jesús no andaba tan descaminado; que la riqueza nos endurece el corazón y nos incapacita para amar y compadecer; que nos impide entrar en el Reino y nos arroja en manos de una tiranía despiadada que nos impide vivir con sentido, nos esclaviza y nos deshumaniza… Tanto a cada uno de nosotros, como al conjunto de la humanidad.
«Bienaventurados los pobres», decía Jesús por boca de Lucas.
«Debemos caminar hacia la civilización de la austeridad compartida», decía Jon Sobrino, abriendo la única vía de salvación que le queda a este mundo.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
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