
Mira, este niño debe ser causa tanto de caída como de resurrección para la gente de Israel. Será puesto como una señal que muchos rechazarán, y a ti misma una espada te atravesará el alma. Pero en eso los hombres mostrarán claramente lo que sienten en su corazón. Lucas 2,34-35
Francisco fue un papa admirado por unos y cuestionado por otros, aunque seguramente todos coincidimos en que fue motivo de debates sobre el cristianismo. Supo tomar en serio el Concilio Vaticano II y el magisterio eclesial, y transparentar con gestos y palabras la necesidad de una Iglesia como pueblo de Dios. Promovió la conversión permanente de la Iglesia para que sea fiel a su esencia misionera, al servicio de las personas de nuestro tiempo, especialmente de aquellos olvidados o de quienes más sufren. Una doctrina repetida por décadas en todos los documentos eclesiales, pero lejos de ser la práctica mayoritaria de los cristianos.
Fue un papa incómodo para quienes creen que el Evangelio es para pocos. Es lo que supo llamar “mundanidad espiritual”[i]: una constante con múltiples apariencias que reduce la fe a una relación personal e íntima con Dios, a valores del ámbito de lo privado y al cuidado de las apariencias que suponen cierta superioridad por cumplir determinados preceptos y prácticas de la vida interna de la Iglesia —catequesis, sacramentos, actos de caridad—. Sin embargo, es una espiritualidad que no se preocupa porque el Evangelio tenga real inserción en el pueblo fiel a Dios y en las necesidades concretas de la historia. En esta realidad, Francisco fue un Pastor que generó alegría y esperanzas en aquellos que intentan ser amigos de Cristo con una espiritualidad, una vida guiada por el Espíritu, que exige ir más allá de las palabras y de la vida familiar, como a muchos otros cristianos anónimos o sin cartel que trabajan y celebran la vida comunitaria junto a los descartados de la sociedad, construyendo relaciones más justas y fraternas.
Francisco aparece como signo de contradicción donde el rechazo que recibió no es negación de la naturaleza de su santidad, sino manifestación de la falta de entendimiento del mundo sobre la misión esencial del cristianismo. “En eso los hombres mostrarán claramente lo que sienten en su corazón” (Lucas 2,35).
La mayoría de las críticas que recibió son consecuencia de su compromiso con una Iglesia que, aun estando debilitada, busca llevar al Evangelio como buena noticia a todos y a todas las realidades humanas. Pagó el precio de todos aquellos que buscan un mundo más solidario y tocan los intereses de quienes que están satisfechos con las cosas como están. El costo adicional fue hacerlo como religioso desde una mirada, función y nivel de análisis propio - no es lo mismo hablar de “los pobres como lugar teológico” que de “pobreza como desigualdad social-” A la vez disgustó a los propios cuando señaló el clericalismo como un cáncer de la Iglesia y como un obstáculo para que los cristianos puedan cumplir con su misión.
Los cuestionamientos a Francisco desafían a que, quienes nos llamamos cristianos, mostremos lo que siente nuestro corazón. En un mundo impregnado de individualismos y dominado por los intereses del mercado —con sus consecuencias: pobreza generalizada, guerras y violencias de todo tipo—, su memoria y herencia nos invitan a salir, ir más allá de nosotros, de nuestras palabras y de lo que hacemos. Nos moviliza a construir fraternidad en todas las relaciones y ámbitos sociales, como principio de realidad que garantice la igual dignidad y derechos para todos los hijos del Padre y el respeto por la diversidad y la autonomía de cada uno de ellos[ii]. Se trata de pensar y construir otra sociedad, empezando por casa.
Los problemas sociales que afectan a las mayorías son complejos, responden a una lógica diferente a las cuestiones doctrinarias; nunca admiten una única mirada, ni conocimientos, cultura o nivel de análisis cerrados. Su resolución no depende solo de la voluntad personal, sino del modo en que las personas se desempeñan en las diferentes fuerzas sociales que participan o no —son parte de la mayoría silenciosa— y logran imponerse al conjunto social. Ante esa realidad terrenal, la Iglesia aparece como si fuera una reunión de religiosos con poca trayectoria en debates y acciones en dichas cuestiones. Casualmente, uno de los motivos por los cuales Francisco fue criticado.
Para que su propuesta de sinodalidad y la necesidad de caminar juntos no quede solo en buenas intenciones, es preciso que los cristianos dimensionemos los alcances y obstáculos que significa el clericalismo. Esto es, entenderlo como modo hegemónico de evangelización[iii] y responsable de la mundanidad espiritual de la mayoría de los integrantes de la Iglesia. No es una cuestión de personas, sino de roles y de prácticas institucionales que, como expresión del patriarcado, legitiman un orden de prestigio, un valor jerárquico, donde se naturaliza que unas personas decidan sobre la vida y bienes de otras.
Escucharnos fraternalmente no cambia las decisiones de un grupo con poder que no visibiliza las relaciones de dominación. Es una ilusión de simetría creer en consensos con una autoridad, por legítima que sea, cuando se ignoran las desigualdades —simbólicas, sociales, epistémicas, etc.— y las formas de resistencia de los sectores subalternos. La “unidad en la diversidad” aparece como eslogan cuando se asume que el reconocimiento de las diferencias crea respeto o acuerdo de manera inmediata.
Las instituciones no trasmiten lo que piensan, sino lo que hacen. Nos construimos como sujetos para desempeñar funciones sociales a través de normas, pero también por soportes y significados imaginarios, prácticas, mitos y narrativas que se repiten y se presentan como únicas. Sin embargo, quedan ocultas otras posibilidades de desempeño social, y prevalecen las maneras de actuar de quienes tienen el poder de decisión en ese campo de acción[iv]. Por ello, el poder religioso condiciona un modo dominante de ser cristianos, laicos clericalizados, donde la mayoría de sus prácticas están destinadas a sostener la institución y las formas tradicionales de lo social asistencial ante necesidades urgentes y sectoriales, financiados por la economía de la salvación[v]. Si bien son prácticas indispensables ante el sufrimiento de los demás, son totalmente insuficientes para construir una sociedad más fraterna, y muchas veces hasta son contraproducentes cuando no se considera ni se opera sobre sus causas.
El síntoma de la época es lo contrario a la fraternidad. No es la desigualdad, sino su causa, lo que Segato llama “dueñidad”[vi] cuando unos se adueñan de lo que pertenece a todos. Concepto que señala un ordenamiento y señorío concentrado en las instituciones, correlativo y funcional al capitalismo, donde se naturaliza la ley del “padre individual”, la idolatría o fetichización del poder[vii] —hecho por hombres—, por parte de quienes se hacen a sí mismos dueños, maestros o mejores para decidir por la comunidad. Así lo fundamentamos en nuestros aprendizajes sobre la pobreza al sintetizarla como una patología del sistema de autoridad e injusticia a reparar[viii]. Los excluidos no necesitan ser incluidos en el sistema actual de autoridad idolatrada; requieren otras formas de organización, donde la autoridad se ejerza obedeciendo y los dirigidos generen consensos cuestionadores.
Gracias al Espíritu de Dios existen otras prácticas colectivas, justamente por parte de aquellas personas que se alegraron con Francisco, quien las alentó en su manera de integrar fe y vida. En la urdimbre de la realidad, por difícil y adversa que sea, existen experiencias y movimientos de diferentes colores, que trabajan en comunidad para resolver solidariamente sus problemas o para transformar organizaciones —sociales, educativas, de salud, laborales— a fin de que todos tengan acceso a derechos básicos. Suelen ser minoritarias, desvalorizadas o en las periferias de las instituciones, pero nos alientan la esperanza de otros modos y significados posibles para el desempeño de los roles sociales.
Son posibles otros sistemas de gobernanza. Empezando por casa, al decir de Serena Noceti, “no solo de la eucaristía, sino de todas las funciones de la comunidad y de la red de relaciones entre cristianos como sistema cooperativo”[ix].
Alicia Torres. Junio 2025
Anisacate, 29 de junio de 2025
[i] Francisco (2013). Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. N.º 93 y ss.
[ii] Cerviño, L. (Compilador) (2012). Fraternidad e instituciones públicas. Propuestas para una mejor calidad democrática. Ciudad Nueva.
[iii] Torres, A. (2000). La Iglesia que nos robaron. Nueva Utopía.
[iv] Castoriadis, C. (1993). La institución imaginaria de la sociedad. Vol. I y II. Tusquets.
[v] Torres, A. (2016). Reinvención de lo comunitario. Hacia una ciencia domiciliada en América Latina. El Ágora.
[vi] Segato, R. (2003). Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos. Prometeo.
[vii] Dussel, E. (2013). Para una política de liberación. Las Cuarenta.
[viii] Torres, A. (2021). Navegando mar adentro. Revisión de prácticas cristianas en relación con la pobreza. CEJUP - Tiempo Latinoamericano - Comunidad Claretiana de Iruya.
[ix] Noceti, S. (2020). Reforma de la Iglesia, reforma del ministerio ordenado. En R. Luciani y C. Schickendantz (comp.), Reforma de estructuras y conversión de mentalidades. Retos y desafíos para una Iglesia sinodal. Editorial Khaf.
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