Lo que irrita a los paisanos de Jesús es la referencia de este a extranjeros -la viuda de Sarepta, el sirio Naamán- que, según la interpretación bíblica de la época, habrían sido “preferidos” de Dios, por encima de los propios necesitados de Israel.
Por más que estemos habituados a ello, no deja de sorprender el modo como revive el espíritu de tribu o de clan, que lleva a idealizar lo propio, en todos los sentidos, mientras se demoniza lo foráneo. La verdad es lo que afirma el propio clan y sus propios derechos deben primar siempre sobre todos los demás. Tras estos posicionamientos, introyectados desde la infancia, no es difícil percibir el miedo ancestral ante la amenaza ajena y, en último término, la inseguridad que explica tanto comportamiento excluyente, condenatorio y xenófobo.
No se niega la necesidad de proteger la propia seguridad. Lo que se cuestiona es que el miedo se erija en criterio último de comportamiento, a la vez que se expande la idea absurda de que la propia seguridad excluye necesariamente la presencia del otro diferente, en una actitud que parece denotar una inseguridad psicológica no resuelta. Es sabido que, para quien vive en la inseguridad y en el miedo, todo lo diferente es percibido como amenaza.
Sin entrar en medidas concretas que sería necesario implementar, lo que parece evidente es que toda actitud xenófoba, de cualquier modo que se la quiera presentar o incluso justificar, nace de un rígida y errónea consciencia de separatividad, que hace ver a los otros como radicalmente “extraños” (extranjeros) para uno mismo. Y que tal actitud solo puede revertirse en la medida en que los humanos, más allá de miedos e inseguridad que habremos de atender, podamos crecer en la consciencia de unidad. En latín hay dos formas de referirse al otro: como “alius” (de ahí, “alienígena”: amenaza) o como “alter” (de ahí, “alteridad”: riqueza). Solo anclados en la consciencia de unidad, será posible ver al otro no como amenaza (“alius”), sino como riqueza (“alter”).
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