Lc 3, 21-22
«Tú eres mi hijo amado; en ti tengo complacencia»
Lo que vieron los ojos fue un galileo entrando en las aguas del Jordán y siendo bautizado por Juan el Bautista. El cielo abierto, la paloma, la voz… son fruto de la fe de sus autores, y solo con los ojos de la fe pueden ser percibidos. Los evangelistas van a iniciar el relato de la vida pública de Jesús, y quieren dejar claro desde el inicio quién es su protagonista.
Las comunidades a las que va dirigido su mensaje definen a Jesús como “El hombre lleno del Espíritu”; una cristología muy prudente comparada con la de la comunidades de Juan, que se basa en el capítulo segundo del Génesis donde se describe así la creación del primer hombre: «Modeló Yahvé Dios al hombre de la arcilla y le sopló en el rostro aliento de vida»
Barro con aliento de Dios; con espíritu de Dios. Excelente definición de ser humano. En todo ser humano sopla el viento de Dios, su espíritu, aunque en algunos este soplo sea imperceptible, y en la mayoría de nosotros no pase de ser una brisa que solo en ocasiones pone de relieve nuestra humanidad.
Pero a lo largo de la historia, ese soplo, ese aliento, esa acción de Dios en definitiva, se ha manifestado de forma poderosa en muchos hombres y mujeres de cualquier tiempo, lugar o condición. Y no es preciso acudir a la biografía de los grandes santos para sentir el soplo de Dios en los seres humanos; basta con que miremos a nuestro alrededor para que lo veamos en ese pariente, o ese amigo, o aquel compañero de trabajo... Es muy difícil sustraerse a esta realidad si uno va un poco atento por la vida.
Ahora bien, por encima de todos, hay un hombre en quien el espíritu de Dios se manifiesta de una forma tan extraordinaria, que somos incapaces de entenderla o formularla; un hombre tan lleno del Espíritu que se le transparenta; al que basta con mirar para conocer el corazón de Dios y para conocer también al ser humano en plenitud; libre de la opresión del pecado.
En él, en Jesús, hemos visto cuáles son los frutos del espíritu de Dios. Hemos visto a un hombre compasivo en extremo; que toma siempre partido por los necesitados, que se le revuelven las entrañas ante el sufrimiento ajeno, que está siempre rodeado de enfermos, lisiados, pobres y pecadores, que se compadece de ellos, los sana, les enseña y les devuelve la esperanza que habían perdido… Que les dice que no son unos pobres desgraciados como todos aseguran, sino los más importantes a los ojos de Dios.
Y éste es nuestro modelo, y también es una excelente piedra de toque para analizar mi vida de cristiano, porque si me siento movido a compadecer, a servir, a sanar, a enseñar, a dar esperanza… será el espíritu de Jesús el que sopla en mí… y si no, será otro espíritu el que dirige mis pasos.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
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