Han pasado los días desde la Epifanía de Jesús a los Magos sabios, y la liturgia nos lleva en un salto cronológico que parece no atender al largo silencio sobre la infancia de Jesús. Según el Evangelio de San Mateo, transcurren treinta años y más desde Belén hasta su bautismo en el Jordán, sin que nos diga nada sobre sí mismo.
Nuestra curiosidad querría saber cómo vivió Jesús su juventud, quién le enseñó a leer y escribir, cómo llegó a ser un hombre maduro... Los Evangelios no nos dan respuestas. Sólo podemos decir que, en los años inmediatamente anteriores a su bautismo, Jesús fue discípulo del Bautista en el desierto de Judá, como nos atestigua el mismo Juan en su predicación mesiánica: «El que viene detrás de mí es más fuerte que yo» (Mt 3,11), por lo que Jesús bien puede contarse entre los discípulos del Bautista.
Y es precisamente como discípulo que Jesús pide a Juan, su rabino, recibir la inmersión en las aguas del Jordán, colocándose en la fila de los pecadores que desean profesar un deseo de conversión, un retorno a Dios. Es la presentación del Jesús adulto, su primer acto público. Él que es el Mesías, el Ungido del Señor, el Salvador de Israel, el Hijo de Dios que vino al mundo... se presenta en una fila con pecadores, una presentación que persigue ese rebajamiento, esa humilde sencillez que desde su nacimiento prefiere no exhibir sus prerrogativas divinas, o al menos lo que suponemos que son sus prerrogativas divinas.
Él, el Cristo de Dios que no necesita el bautismo para la remisión de los pecados, estando libre de pecado, no sólo está en la fila, a la cola, sino que pasará el resto de sus años siempre entre pecadores, hasta el último día en que incluso su muerte en la cruz será entre malhechores. Los fariseos le llamaban, no por casualidad ni mucho menos como un cumplido, «el amigo de los publicanos y de los pecadores» (Mt 11,19). Sin embargo, todavía hoy nos cuesta aceptar tal manifestación, basta pensar en los títulos con los que reconocemos a Jesús, su concepción, su nacimiento, sus naturalezas... ¡hasta «Cristo Rey»!
Es curioso que la tradición cristiana nunca haya pensado que «amigo de los pecadores» pudiera ser un título cristológico. Y, sin embargo, ésta es la primera salida pública que marca las intenciones del hombre, es decir, que dice su programa de vida.
Por eso Jesús es sumergido por Juan en el Jordán. Jesús hace un gesto pascual de descenso al río de una humanidad perdida, descorazonada, cansada, y luego se levanta, no se queda en esas aguas, sale de ellas, profecía de su resurrección a una vida nueva, y con Él nos arrastra a todos nosotros fuera de esa esclavitud, de ese miedo al pecado que siempre nos mantiene esclavizados.
En ese momento se abren los cielos, signo que en el lenguaje bíblico sugiere la reapertura de una comunicación entre Dios y la humanidad, y el Espíritu Santo desciende como una paloma, suavemente, sobre él y una voz proclama: «Este es mi Hijo, el Amado: yo le amo». Palabras que acompañan la vida como una caricia.
Y uno se da cuenta enseguida cuando una vida no ha sido acompañada por la caricia de la palabra que dice “te amo”. Es la historia de la humanidad, es la historia de Adán y Eva, de siempre... por eso en el relato el evangelista trata de evocar el comienzo, el principio, para decir que en Jesús se inaugura una nueva creación, Él es el nuevo Adán, el nuevo tipo de hombre, que es acariciado por el Espíritu, con toda la dulzura de la Palabra de Dios y sólo un hombre así será capaz de amar.
Consideremos cómo Jesús cambia profundamente el significado del bautismo. Hubo abluciones, baños purificadores antes de Él y habrá más después de Él, pero la transformación que tiene lugar en el Jordán es única: la Palabra de Dios transforma el bautismo de un acto de penitencia en una proclamación de amistad. En la inmersión en el Jordán, la penitencia deja paso a la declaración de un Dios que se hace nuestro amigo, nuestro compañero de viaje. Y la prueba viene del hecho de que los fariseos, cuando quieran criticar a Jesús y burlarse de él, le llamarán precisamente eso “¡Aquí hay un comilón y un borracho, un amigo de publicanos y pecadores!”, Sí, lo somos. Somos pecadores, pero en buena compañía, Jesús es nuestro amigo.
Cuando las primeras comunidades volvieron a proponer el bautismo a los nuevos cristianos, cada pila bautismal se convirtió de nuevo en una especie de Jordán, por cuyas aguas el adulto descendía al estanque, como Jesús había descendido al Jordán, para que le dijeran: te quiero de verdad, tú eres mi amigo, tú eres mi hijo.
El bautismo expresaba así el deseo de asociarse a Jesús, de sumergirse en este amor. Por eso nadie se bautiza a sí mismo. Se puede decir que se ama a Dios, que se ama a Jesús, que se hace esto y lo otro... pero el Bautismo se recibe -como los sacramentos de la Iglesia-, lo que dice una verdad tan importante como olvidada, que no somos nosotros los que entramos en la amistad y en la comunidad de Cristo, sino que el hecho de ser acogidos en la comunidad y en la amistad con Jesús, es un don, que por supuesto exige nuestra respuesta, pero al principio es la amistad de Jesús con nosotros, pobres y confundidos.
Es la misericordia de Dios la que viene a nosotros, no el despliegue de nuestros méritos lo que nos hace agradables a Dios. Y la Iglesia, si quiere ser fiel a la amistad de Jesús, está llamada a ser amiga de los pecadores, no para justificar sus pecados, sino porque Ella misma ha tenido la experiencia de que la Palabra, que transforma el agua del pecado en manantial de vida que regenera, es ser amada. Sólo el amor regenera al hombre nuevo.
Pasar de una idea de Iglesia a la que hemos estado acostumbrados durante siglos, y que a pesar del Concilio Vaticano II, de la colegialidad, de la sinodalidad,…, seguimos teniendo en la cabeza y en los hábitos como el modelo de Iglesia gregoriano y tridentino, no es fácil.
Tenemos en la mente un modelo fundado en tres pilares: seminario, sacramentos y catecismo, un modelo que privilegia precisamente la sacramentalización en detrimento de los itinerarios de formación bíblica; un modelo centrado en los niños y en la cura animarum y en la conducta moral de los adultos, y fundado en relaciones comunicativas unidireccionales: del clero a los laicos, del adulto al niño, del varón a la mujer... Un modelo enjuiciador porque se cree el único portador de valores, investido de la misión de moralizar la moral.
Si no cambiamos, en nuestro país, en pocas décadas la realidad subvertirá esa idea y figura de la Iglesia que se ha presentado durante siglos como una institución omnipresente, superorganizada, centralizada en sus procedimientos formativos y decisorios y rígida en sus formas rituales iguales en todas partes... y surgirá finalmente una figura de Iglesia más sinodal y dinámica.
No se trata tanto de un nuevo modelo al que hacer adherir la realidad, sino que se trata precisamente de relativizar todo modelo y, manteniendo un mínimo de estructura, dar vida a pequeñas comunidades capaces de verdadera fraternidad que compartan el Evangelio y sean capaces de expresar carismas y ministerios internamente, en el territorio donde viven.
No es trivial, pero una Iglesia con rostro amable, una Iglesia que sea capaz de decir palabras que acaricien la desesperación del mundo, que sumerja no todavía en un bautismo de purificación para renovar culpas, sino que sumerja en la estima, en el amor, en el valor que cada uno es y aporta... no se improvisa.
Mientras tengamos un laicado predominantemente pasivo, mal formado, desconocedor de sus derechos y deberes, dependiente del clero, y una teología débil marginada por dinámicas censoras o autocensuradoras.... Pero es sobre todo en torno a las figuras de Obispos y sacerdotes donde se coagulan las posibilidades y las resistencias al cambio: son los sujetos centrales de la Iglesia tridentina y quienes tienen el poder de cambiar, pero no tienen -normalmente- el sueño de lo alternativo que es el cambio y la novedad.
No es el modelo lo que nos interesa, es el proceso lo que cuenta, un proceso que parte de la inmersión en el Jordán, un proceso que, como escribe Pablo a los cristianos de Éfeso, sigue el ejemplo de Cristo, de aquel que derriba muros, que derriba esos muros construidos con culpas, con prescripciones, con juicios hipócritas.
Bendito será el día en que la gente, nuestros contemporáneos, dejen de decir que los cristianos son «los que van a misa»... para decir como se dijo de Cristo, ¡aquí están los amigos de los publicanos y de los pecadores!
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
Misioneros Claretianos
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