fe adulta
Jesús fue crucificado por la misma razón por la que tantos hombres y mujeres han sido perseguidos de mil maneras a lo largo de la historia humana, porque su mensaje molestaba al poder, que buscó, prácticamente desde el principio de la actividad del Maestro de Galilea, eliminarlo. Aunque para ello hubiera tenido que producirse un pacto contra natura entre el poder teocrático judío (saduceos), los escribas o doctores y el mismo poder imperial del invasor romano.
Todos se sentían molestos con Jesús: el poder judío no podía tolerar ser cuestionado de manera radical en sus planteamientos religiosos; el romano castigaba con la crucifixión a todo provocador político, y así es como les fue presentado Jesús por las autoridades judías.
Si bien el procurador romano pudo errar en su apreciación de Jesús como peligro directo para el imperio, la autoridad judía no se equivocaba al verlo como un hombre subversivo, tanto en su enseñanza como en su práctica. Basta leer el evangelio de Marcos para captar los rasgos fundamentales de la novedad jesuánica.
En el texto que leemos hoy, Jesús da la vuelta al modo como se entiende y vive el poder, colocando a un niño justo “en medio”, en el centro mismo de todas las preocupaciones. En el arco mediterráneo del siglo I, la figura del niño no evocaba en absoluto lo que hoy nos resulta habitual. Representaba, más bien, a los últimos de la sociedad, a los que no cuentan en absoluto, a los que son marginados e incluso invisibilizados por sistema.
Pues bien, ante esa situación, Jesús se planta de manera tajante, haciendo una doble afirmación: el único poder legítimo es el que sirve y debe estar siempre al servicio de los últimos.
¿Cómo sonarían tales afirmaciones en los oídos de los judíos biempensantes que ostentaban el poder de manera autoritaria y se consideraban a sí mismos como los únicos intérpretes de la voluntad divina? ¿Cómo tolerar a quien ponía en juego su propio estatus y, en último término, su misma seguridad?
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