fe adulta
Llegamos al final del discurso del pan de vida. El domingo pasado, Jesús terminó diciendo: «Yo soy el pan del cielo… el pan que yo daré es mi carne». Como en las series de televisión, el pasaje de hoy comienza repitiendo ese final, para recordarnos dónde estamos y entender la reacción de los judíos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Es la pregunta que se haría cualquier persona normal, incluso la predispuesta a favor de Jesús. Pero él no responde a esta pregunta. Los oyentes o lectores cristianos del discurso saben la respuesta: no se trata de comer un trozo del cuerpo de Jesús, sino de comer el pan eucarístico. Pero el autor del cuarto evangelio no lo dice, prefiere que el lector experimente la misma duda que los judíos.
En una lectura precipitada, parece que esta última parte del discurso no ofrece ninguna novedad, que se limita a repetir la promesa de la vida eterna para quien coma «el pan que ha bajado del cielo».
Sin embargo, hay aspectos nuevos e importantes.
1. Beber la sangre. Hasta ahora, solo se ha hablado del pan. En esta sección final se hace referencia cuatro veces a la sangre, verdadera bebida, igual que el pan es verdadera comida. Dado la relación del discurso con la eucaristía, esta referencia era imprescindible. La iglesia primitiva siempre recordó el doble gesto de Jesús durante la última cena: al comienzo, partiendo el pan; al final, bendiciendo y pasando la copa. Pan y vino son esenciales. Un discurso sobre la eucaristía no puede dejar de mencionar la sangre, el vino.
2. La dureza del lenguaje. Hasta ahora, el discurso ha sido polémico y ha provocado discusión y rechazo. Jesús, en vez de echarse atrás e intentar justificar sus expresiones, usa fórmulas escandalosas que se prestan a ser interpretadas como canibalismo: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Hay que comerla y beberla. Sin explicación alguna ni matices. ¿Por qué? Jesús no quiere seguidores inconscientes y rutinarios. En los evangelios sinópticos hay otras muchas expresiones suyas, durísimas, desanimando a seguirle a quienes no estén dispuestos a cargar con la cruz, a renunciar a todo, a abandonar al padre y a la madre… En una línea distinta, estas palabras del discurso son también una forma de seleccionar a sus seguidores, como quedará claro el próximo domingo.
3. La vida. La repetición frecuente de «la vida eterna» y de «yo lo resucitaré en el último día» parece sugerir que es algo que solo se consigue después de la muerte. Ahora se deja claro que «el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». La tiene ya, ahora, antes de morir. Sin decirlo expresamente, el texto supone que hay dos formas de vida: la normal, física, y la espiritual o eterna. La primera la tienen todos los seres humanos; la segunda, quienes comen el cuerpo y la sangre de Jesús. ¿En qué consiste esa vida?
4. Jesús dentro de nosotros. La respuesta la ofrecen estas palabras: «El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él». Es la única vez que aparece este tema en el discurso, que recuerda la experiencia de Pablo: «Vivo yo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí». Pero la imagen que mejor puede expresarlo es la del feto en el vientre de su madre: habita en ella, y ella en él. Esa intimidad absoluta y misteriosa es la que se produce en la eucaristía. Y esa presencia de Jesús en los que comulgamos no termina al cabo de un cuarto de hora, como enseñaban a veces de niño. Una educación religiosa bienintencionada, pero deficiente, hace pensar a muchos que Jesús está principalmente en el sagrario, olvidando que está dentro de nosotros tan realmente como allí.
5. El final. Tras las cuatro intervenciones de la gente al comienzo del discurso y las dos preguntas escandalizadas que encontramos más tarde, resulta curioso que el autor no diga nada de la reacción del auditorio, de los judíos. Todo termina con unas palabras suprimidas por la liturgia: «Esto dijo [Jesús] enseñando en la sinagoga de Cafarnaúm», pero que son esenciales para distinguir la reacción de los judíos (el silencio, no discuten más) y la de los discípulos de Jesús, que leeremos el próximo domingo.
Jesús y la Sabiduría como anfitriones (1ª lectura: Proverbios 9,1-6)
Ninguno de nosotros se extraña de ver a la justicia representada como una mujer con los ojos vendados, una espada en la mano derecha y una balanza en la izquierda. En los últimos siglos antes de Jesús, algunos autores bíblicos, para oponerse a la idea griega de que la sabiduría es algo humano, y reside especialmente en Atenas, comenzaron a presentarla como una criatura de Dios, que lo acompaña desde el momento de la creación y termina residiendo en Jerusalén. La primera lectura la describe como una gran señora que construye un palacio, prepara un banquete, e invita a los jóvenes a compartir su pan y su vino, su sabiduría y su enseñanza, que les darán la vida.
Los cristianos aplicaron estas imágenes e ideas a Jesús. Él es la verdadera sabiduría de Dios, que baja del cielo y reside entre nosotros, como dice el prólogo de Juan. Es lógico que se haya elegido este breve fragmento del libro de los Proverbios como primera lectura (en este caso debo reconocer, sin que sirva de precedente, el acierto de quienes seleccionaron los textos). Habla de comer mi pan y beber del vino, y de conseguir la vida.
Indico, no obstante, dos diferencias entre este texto y el evangelio.
1. La Sabiduría invita solamente a los jóvenes. Cosa lógica, porque es presentada como una maestra que enseña a «sus hijos», sus discípulos, a comportarse rectamente. Jesús invita a todos.
2. El pan y el vino de la Sabiduría no dan la vida; la da la prudencia: «Dejad de ser imprudentes y viviréis». El simbolismo del evangelio es más fuerte: la sabiduría no se adquiere a través de una serie de enseñanzas, se come y bebe y termina habitando dentro de nosotros.
La sabiduría cotidiana del cristiano (2ª lectura: Efesios 5,15-20)
Por pura casualidad, porque la segunda lectura nunca se elige por relación con la primera ni con el evangelio, existe un punto de contacto con los Proverbios. También aquí se exhorta a la inteligencia y la sensatez, a no actuar neciamente. Y la forma de vivir de acuerdo con la voluntad de Dios se concretas en dos datos: 1) No llenarse de vino. 2) Llenarse del Espíritu Santo, cantando, alabando y dando gracias a Dios.
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