“Danos la gracia de un perdón recíproco universal para que abramos a quien nos hizo daño la posibilidad de volver a empezar y un porvenir en el que el mal no tenga la última palabra…”
Esto era algo de nuestra oración el día pasado a la mañana, en la cripta de la Iglesia de los jesuitas en el corazón de San Sebastián. Un pequeño círculo de almas comprometidas con la paz elevaba su incontenido anhelo de hermandad universal desde bajo tierra. Al mismo tiempo, algo infinitamente más grande, silencioso y poderoso oraba también sin interrupción alguna a nuestra vera…
Ese día, al despertarnos y recoger los sacos, una de las compañeras del encierro, aseguraba haber oído el mar. Comentaba que a la noche, cuando todo calla, los vehículos duermen y el asfalto también se aquieta, apurando el oído, se logra escuchar las olas. Hemos estado encerrados en ayuno y oración interreligioso por la paz en Tierra Santa.
Sólo unos jardines hasta la arena infinita, sólo median los tamarindos y la primavera de “Alderdi Eder”. Solo pedíamos un trozo de océano, un horizonte para toda la humanidad, sobre todo para la más sufriente. Sólo apurar oído para intentar encarnar recogimiento, ritmo sagrado y comunión. Podamos escuchar el mar, su incesante invitación de paz y armonía para todos nuestros hermanos de todas las condiciones, de todas las fes, de todas las razas…
Las paredes de la cripta también escucharon a la mañana…
“Haznos ser semillas que en el mundo hagan brotar la fraternidad. Padre nuestro, danos ojos nuevos y corazón de madre para acercarnos al otro. Una misericordia también que lo cubra todo, que confía y espera…”
Ensayando oír las olas, atendiendo su llamada a la Paz oceánica, acogiendo su invitación, somos salvos. Con el estómago vacío, con el té verde caliente precipitándose dentro en caída libre, sólo aspirábamos a encarnar esa Misericordia capaz de cubrirlo todo.
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