Íbamos caminando hacia la parroquia de Mazan cuando nos agarró la lluvia, uno de esos aguaceros que te obliga a ponerte a cubierto si no quieres estar empapado en medio minuto. Nos metimos bajo la entrada de una casa; la señora, que estaba barriendo, nos sacó amablemente unas sillas. Y así sentados asistimos a la sesión de juegos acuáticos de este sonriente personaje en calzoncillos.
Muchas veces en mi vida he experimentado el bien que me hace irme a estar con la gente sencilla, el pueblo menudo. Cuando me he sentido cancamurrioso, o mantujo, en palabras de mi tierra (es decir: bajo de ánimo, afligido, mustio, desazonado), simplemente mezclarme con las personas, escuchar, mirar, quedarme a su lado, cerca, en sus cosas, me ha espabilado y entonado.
Claro que lo que siento este tiempo se encuentra en un territorio emocional nunca antes transitado por mí. No es mera tristeza, tiene medidas de desamparo, trazas de extrañeza y estupor, por momentos oleadas de desconsuelo… No acierto a encontrar el nombre de lo que me aqueja, sé lo que es, pero no cómo manejarlo, así que intento lo que tantas otras veces ha funcionado: “te tienes que ir con tu pueblo”.
Comienza la misa, me encuentro cómodo en este espacio celebrativo, veo los rostros y pienso que ellos no saben ni tienen por qué saber. De hecho, no hay tantos pésames
como esperaba, y eso paradójicamente me descarga. “Ya soy caserito”, digo al principio, y se levantan las sonrisas. Ya soy conocido, acostumbrado, habitual. No es mi circunstancia el centro, es lo que celebramos, estamos juntos, la vida y la fe que compartimos.
Está programada una reunión del Consejo de Pastoral, pero en cambio pasamos a la maloka, y de pronto me veo con un gentío de niños, jóvenes y mayores. Es un momento nomás para acoger al vicario general, hay algunas palabras, y muchos aplausos antes del correspondiente plato de arroz con pollo. Hay instantes en que, confieso ahora que no me oye nadie, está mi lágrima al borde del precipicio.
No se pueden imaginar el efecto que me causa cada palmada, cada mano que estrecho, cada gesto cordial que reflejo. Desde luego no eliminan el pesar no, pero alivian, suavizan, como un lenitivo amable o una caricia certera. Tantos “gracias por venir” me suenan como “gracias por regresar, por obedecerla, por estar acá con nosotros”.
El día anterior, en el almuerzo de la minga en la que se afanaban un buen grupo de parroquianos, me tocó sentarme con Abel, con Teddy, con don Aurelio. La conversación, si se puede llamar así, fue una ristra interminable de bromas y carcajadas ante los platos de mazamorra de doncella y tallarín con pollo (por supuesto). El carácter de nuestro pueblo lindo, totalmente desprovisto de rigidez o solemnidad, me otorga ligereza para ir remontando.
Se trata no de evadirme, pensar en otra cosa o alejar la mente de forma ortopédica; es más bien ir fluyendo, dejarme llevar en esa corriente de calma, en la naturalidad de la vida que continúa para todos, en medio de los dramas cotidianos, a veces tremendos, que cada cual carga.
Y ahí encuentro mi lugar, y descubro que soy querido. Ese milagro que es lo que hace que el mundo gire. Caía el agua a raudales, la tarde declinaba, el niño chapoteaba feliz, su mamá le reconvenía con media sonrisa, y todo estaba bien.
César Luis Caro
Religión Digital
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