Hace ya muchos años que José María Mardones nos ayudó a caer en la cuenta de que la religión más poderosa del mundo se llama capitalismo. El capitalismo es mucho más que un sistema económico. Es también una antropología, una forma de vida, una cosmovisión. Tiene dioses propios (el dinero), su credo (“fuera del mercado no hay salvación”), sus rituales y sus templos (la Bolsa, los maratones de consumo, etc.). Su dios es un dios selectivo que decide qué vidas cuentan y cuáles valen menos que la bala que los mata, que el banco que los desahucia o que la firma con que las grandes trasnacionales compran sus tierras y expulsan a las poblaciones originarias de ellas condenándolas a la exclusión. Pero una de las características más terribles de esta religión es que coloniza nuestras conciencias de manera imperceptible, a la vez que tremendamente eficaz, a través de los medios de comunicación, de las redes sociales y de la publicidad a su servicio.
Me sorprendió hace unos días en un escaparate de una tienda de móviles un gran cartel con el mensaje: “Lo inteligente de ir por libre es que tiene muchas ventajas”, publicitando la red de fibra más rápida de España. “Ir por libre”, “tú a lo tuyo”, “sálvese quien pueda”, no son consignas ingenuas sino creencias que se traducen en prácticas cotidianas y políticas que hacen cada vez un mundo más inhóspito y selectivo, en el que prima el darwinismo social, como una nueva modalidad de selección de las especies. Por eso al salir de la tienda de móviles imaginé otros carteles animándonos, como dice el papa Francisco a “ampliar un nosotros cada vez más grande e inclusivo”, a “tejer común”, para ganarle territorio al individualismo dominante.
El individualismo no nos hace más libres, más iguales o más hermanos. La mera suma de intereses individuales no es capaz de generar un mundo mejor para toda la humanidad (FT 135). Su punto de partida es la idea de que el individuo no accede a su libertad más que en la medida en que se comprende a sí mismo como propietario de su persona y sus capacidades, antes que como un todo moral o como una parte de un todo social. Es fruto, a la vez que reproduce, una antropología depredadora, funcional y pragmática, en la que el interés privado o de unas élites está por encima del bien común. El individualismo se vincula también a la meritocracia, lo cual cuestiona radicalmente el reconocimiento de la universalidad de los derechos humanos y sociales. De este modo se termina por otorgar legitimidad ética a la desigualdad, que acaba siendo concebida como justo reconocimiento al trabajo y al esfuerzo.
Sin embargo, son las tramas comunitarias y no el individualismo las que día a día sostienen el milagro de la vida frente a todo pronóstico. Es el poder de los vínculos, el poder de dar y el poder de recibir de cada persona el dinamismo que nos permite sobrevivir como género humano. En la crisis eco-social que atravesamos, estas tramas comunitarias son hoy más que nunca sacramentos de la esperanza que nutren y sostienen las de muchas gentes: acceder al sistema público de salud, no ser invisibles, no ser desahuciado, tener comida y material escolar para los hijos, no perder el trabajo, no estar solo, esperanzas muchas de la cuales pasan por la materialidad de la vida y remiten a compromiso con “las tres t”: Techo, tierra, trabajo. Pero no solo eso, sino que las tramas comunitarias son también signo de que “otro mundo está siendo posible” en medio de esta crisis civilizatoria. Son esos lugares en los que las sumas de nuestras derrotas se convierten en esperanza por el hecho de estar juntos, y donde la suma de nuestras oscuridades se convierte en luz para estar en conexión y atravesar la incertidumbre.
Definitivamente, hay que cambiar los carteles de la puerta del locutorio.
Pepa Torres
Religión Digital / Cristianisme i Justícia
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