Este año la Navidad amanece oscurecida por las guerras. La tierra donde nació, vivió y murió Jesús y en donde sus discípulos y discípulas experimentaron su presencia viva y resucitada, está llena de sangre.
No podemos proclamar “Feliz navidad” sin identificarnos con el dolor, la impotencia, la angustia y desesperación de tanta gente inocente, sobre todo de los casi 10.000 niños y niñas muertos bajo los bombardeos de Netanyahu. Otros muchos quedaron heridos, huérfanos, sumidos en el llanto, el hambre, el frío y la soledad.
Israel ha lanzado misiles sobre la parroquia de la Sagrada Familia de Gaza, donde hay más de 700 personas refugiadas, la mayoría mujeres con niños y niñas, sin comida, sin agua, sin medicinas y sin energía eléctrica. Hay ya varias personas muertas. “Han fusilado a sangre fría a creyentes dentro de la parroquia”, expresa el Patriarca latino de Jerusalén, cardenal Pizzaballa.
Los Herodes de nuestro tiempo han sembrado destrucción y muerte. Hacemos memoria de los muertos y rehenes israelíes hechos por Hamás y de los palestinos masacrados en Cisjordania por el ejército y colonos judíos.
Lamentamos que el gobierno de Israel dificulte que en esta Navidad los cristianos palestinos se reúnan en Belén a celebrar el nacimiento de Jesús.
Hoy Dios nace en Gaza, no en una cueva sino entre los escombros y desde ahí grita al mundo que la guerra nunca es el camino, que la paz solo nace del diálogo, la justicia y el respeto al diferente.
El Dios de los judíos es el mismo Dios de cristianos y musulmanes, Dios de Amor y de Vida, Dios de misericordia que nos reta a rechazar la opresión y la violencia, para vivir como hermanos.
Dios nace en la solidaridad de tantos hombres y mujeres que en el mundo sueñan y luchan por una nueva humanidad de paz y fraternidad.
Es nuestro deseo para el año 2024.
“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz.
Sobre los que habitan en la tierra de sombras de muerte
resplandeció una luz brillante” (Is 9,2).
Jesús es la Luz. Todavía hay razón para la esperanza.
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