fe adulta
El anciano Simeón, en este relato, es la representación del hombre sabio que, porque ha “visto”, puede decir con toda serenidad: “Ya me puedo ir en paz”. En un lenguaje teísta, el evangelista Lucas pone en boca de ese anciano que “mis ojos han visto a tu Salvador”, luz y gloria del pueblo.
Pero, ¿qué es el salvador, la luz y la gloria, sino aquello mismo que somos en nuestra verdadera identidad? Dejándonos llevar por el mecanismo de la mente y por lo que es posible plantear desde un nivel mítico de consciencia, creímos que podíamos ser salvados “desde fuera” por obra de alguien todopoderoso.
Pero la salvación no viene de fuera. Salvación, en latín, se dice salus y significa la salud plena, en todos los niveles: físico, mental, emocional, espiritual, planetario, universal. Es otro nombre de la plenitud que define lo realmente real, lo que es y lo que somos.
Entendida como viniendo desde fuera, la salvación sería fuente de alienación, en tanto en cuanto dependerías de otro para tu propia realización. Ese es el modo infantil de ver la realidad: el niño, en cuanto pura necesidad e impotencia, sabe que tiene que ser “salvado”, socorrido, desde fuera, absolutamente para todo.
Afirmar que no podemos ser salvados desde fuera no significa apostar por una actitud de orgullo o de autosuficiencia, como suelen pensar teólogos y personas religiosas. Porque en ningún momento se afirma que el sujeto de la salvación sea el pequeño yo. Dicho con más claridad: la salvación no es “algo” que el yo consiga; justamente al revés, es lo que somos, más allá del yo. Y lo descubrimos y lo vivimos solo en tanto en cuanto dejamos de identificarnos con nuestro yo. Es entonces cuando vemos la “salvación” y sentimos que podemos “irnos (vivir siempre) en paz”.
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