RELIGIÓN DIGITAL
Hace unos días, Camila, una mujer trans, víctima de la guerra que no acaba en nuestra Colombia, vino al seminario de misiones a compartirnos su historia. Ella fue arrestada arbitrariamente, la acusaron de guerrillera y fue llevada a la cárcel, como falso positivo judicial, allí estuvo casi dos años, hasta que un abogado demostró su inocencia; pudo salir, pero arrastraba consigo el horror y vejámenes de la prisión y, para colmo, no tenía a dónde ir. Empezó pues a vagar por las calles de esta ciudad, a dormir en las bancas de los parques, a esculcar las basuras para encontrar comida, a perderse en las adicciones; al paso de esas tragedias fue hundiéndose en el sin sentido y la depresión no tardó en llegar.
Un día decidió terminar con todo y quitarse la vida; dice ella que lo primero que se le ocurrió fue tirarse al río Medellín, a ver si se la llevaba la corriente y se ahogaba, pero el río no la arrastró, ni siquiera la tapaba, y desde el puente la gente la miraba indiferente “como si se estuviera bronceando”, primer intento fallido. Después fue hasta el metro y se atravesó en los rieles y los guardias hicieron detener el sistema de transporte y la expulsaron de las instalaciones, segundo intento fallido. Se vino entonces hasta la Avenida Oriental y allá se le tiró a un bus y, tercer intento fallido, lo único que consiguió fue un madrazo del chofer y un aporreón.
Siguió vagando por las calles, perdida, deprimida, aplastada; y sin saber adónde iba, por allá por Boston, se encontró con una puerta abierta, era una fundación, y para su sorpresa, le dieron bienvenida y le sirvieron almuerzo; Camila se preguntaba con qué iba a pagar y esperaba el cobro; no tuvo que pagar nada, era gracia, y en ese momento la mujer nació otra vez y una nueva vida empezó en ella. Una vida que ha recobrado sentido y propiciado salvación a la de muchos otros. Ahora Camila defiende los derechos humanos, tiene una agenda apretada de servicio a muchas personas también víctimas del conflicto y trabaja por los excluidos.
Al escuchar el relato de Camila, me quedo pensando en esa puerta abierta, esa puerta que significó su paso de la muerte a la vida, de la oscuridad al sentido, del desaliento al propósito. Esa puerta, no sé si los que la abrieron decían o no “Señor, Señor”, si hacían parte o no de una institución religiosa, si eran cristianos o no, esa puerta es sacramento de Cristo, quien un día se definió a sí mismo como la puerta. La Iglesia existe en el mundo, para abrir esa puerta, para que nadie se quede en la intemperie, para que todos entren y encuentren lo gratis, la gracia, la que tenemos no por que hayamos merecido sino porque somos hijos e hijas, familia. Esa puerta abierta es nuestra profesión de fe, de que Dios es padre, de que somos familia, de que vimos la bondad de Dios en Jesús. Si la Iglesia es lo que tiene que ser, todos, sin excepción, tendrían casa a donde ir, techo, mesa servida, pan, salud, educación, oportunidad, salvación. Gracias a los que abrieron la puerta para Camila, no sé quiénes son, sé que en ellos acontece el misterio de la Iglesia, sé que son la Iglesia del Señor. Y gracias a Camila que ahora abre la puerta a tantos otros.
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