religión digital
Comenzando el año litúrgico abundan los textos escriturísticos con tintes escatológicos. Paradójicamente, cuando comenzamos a prepararnos para con-memorar y celebrar la “primera venida” -Navidad- se nos invita a reflexionar sobre la “segunda venida” -Parusía. Pero ¿de dónde viene y a dónde va Dios? ¿cuándo vino y cuándo volverá (en la carne de su Hijo)? Esta forma de hablar es tan inevitable como ambigua. Hablamos de lo que no sabemos a partir de lo que sabemos. Hablamos del Misterio de Dios a partir de experiencias humanas, antropomorfizando lo divino.
Y nuestra imaginación y lenguaje conceptual se mueve siempre dentro de las coordenadas espacio-temporales… todo un problema para referirnos a un Dios que es puro Espíritu y no “tiene tiempo” ni “ocupa lugar”. Ir y venir, aparecer y desaparecer, ascender y descender… suena bastante impropio para referirnos a estas cuestiones. Sin duda, con este tema se abren muchas cuestiones filosóficas, científicas y teológicas que no pretendo afrontar aquí. Sólo me gustaría intentar aclarar cómo puede entenderse lo que en el lenguaje de muchos creyentes se denomina “segunda venida”.
Hablar de Escatología es hablar de esperanza
Hay toda una disciplina teológica llamada Escatología que reflexiona sobre estos temas; en concreto, de lo que ahora nos interesa: la llamada “segunda venida”. Probablemente, muchos asocien dicha Escatología con la apocalíptica, sobre todo, a nivel imaginativo más que conceptual. Es decir: se identifican las cuestiones del fin de los tiempos con desastres, calamidades y horrores varios, todo atravesado por sentimientos de miedo, desconfianza y hasta terror. Lo que es un género literario -el apocalíptico- termina definiendo el sentido del fin de la historia -la escatología; la forma -de expresión- determina el contenido -de fe- sin distinguir lo uno de lo otro.
Afortunadamente, en el espacio de la reflexión teológica -no estoy tan seguro que así sea en el de todas las catequesis- se ha dado un profundo giro desde la concepción misma de lo que es la Escatología: “es la respuesta, cristianamente articulada, a la pregunta: ¿qué puedo (podemos) esperar? (cf 1 Pe 3,15)” (J. Giménez). Pero no se refiere sólo al futuro lejano sino también al presente: a la esperanza que nos mueve hoy hacia esa meta del mañana. Y puesto que el fundamento de la espera es el Dios mismo de la esperanza, no debería ser el temor sino la confianza el sentimiento que alimente el corazón.
Un Dios que ya desde el Antiguo Testamento promete “cosas” (tierra y descendencia) para luego ir presentándose Él mismo como objeto y contenido de la esperanza. Esperamos a Dios, en Dios. Así, lo que llamamos “vida eterna-cielo” no sería otra realidad que Dios mismo en cuanto ganado, y lo que llamamos “muerte eterna-infierno”, se podría entender como lo perdido: Dios y su plenitud compartida.
Lo que quiero subrayar, enérgicamente, es que todo discurso e imaginario escatológico debería estar enmarcado y atravesado por la virtud-sentimiento de la esperanza (aunque luego se la viva “contra-toda-esperanza”, como dice Pablo, el teólogo, o “a contramano”, como dice Pedro, el poeta).
YO ME ATENGO A LO DICHO
La justicia,
a pesar de la ley y la costumbre,
a pesar del dinero y la limosna.
La humildad,
Para ser yo, verdadero.
La libertad, para ser hombre.
Y la pobreza,
Para ser libre.
La fé, cristiana,
Para andar de noche.
Y, sobre todo, para andar de día.
Y, en todo caso, hermanos,
Yo me atengo a lo dicho:
¡La esperanza!
Pedro Casaldáliga
Recordemos que estos temas escatológicos se fraguaron en una concepción mitológica, pre-científica del mundo que, entre otras cosas, imaginaba que existía un espacio superior sagrado (lugar de dioses, ángeles, cielo), un espacio inferior des-graciado (lugar de demonios, infierno) y, entre ambos, el lugar de los humanos, constantemente influido por fuerzas buenas que venían de lo alto y malas que venían de lo bajo. El mismo Jesús y varios textos neotestamentarios (que requieren una buena exégesis histórico-crítica) hacen alusión a este esquema de pensamiento hoy superado (¿superado?).
De aquí, entonces, muchos creyentes asumen -pre reflexivamente quizá- que Jesús vino, descendió (lo celebramos en Navidad); vivió, murió, resucitó, se apareció (lo celebramos en Semana santa); ascendió y envió su Espíritu (lo celebramos en Pentecostés). Está sentado a la derecha del Padre y algún día volverá… pero ¡no lo celebramos, sino que lo tememos o aguardamos angustiados!
Esta última creencia se plasmó en el credo, donde proclamamos: “...desde allí vendrá con gloria a juzgar...” Enunciado que nos remite a dos cuestiones centrales de nuestra fe: parusía (venir con gloria) y juicio (juzgar), pero que, en realidad, no son dos “cosas” distintas, sino que refieren a la convicción de que la historia culminará con un acontecimiento salvador que afectará a la totalidad de lo real. Por tanto, e intentando sintetizar y enunciar del modo más claro posible lo que los cristianos creemos es que todo tuvo un comienzo (creación) y también tendrá un final (consumación).
Parusia
Y así como afirmamos que la creación fue un acto libre y amoroso de Dios (creador) también debemos creer que la consumación escatológica será un acto de amor de ese mismo Dios (consumador) con lo que pondrá fin a lo que siempre ha sido esta historia: una historia de salvación. Esta es una afirmación “dogmática” olvidada, en la reflexión, en la prédica y en la vivencia de la fe. No existen dos fines posibles de la historia. El cristianismo no es una suerte de doctrina de los dos caminos. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,3s).
Y del hecho de que Dios quiere la salvación de todos se sigue que no quiere la perdición de nadie; no quiere la muerte eterna. Lo que esto pueda significar, es otro tema, pero “en la medida que sea posible algún significado, su determinación tiene que provenir de la creatura: de su limitación y de su resistencia a dejarse salvar por Dios. En una palabra, tiene que tener la raíz en una decisión negativa de la libertad humana que, resistiéndose a la acción divina, hace imposible o disminuye la salvación. Una salvación «a la fuerza» carecería de sentido para un ser libre, sería contradictoria” (A. Torres Queiruga)
No vuelve quien no se va
Pensar/imaginar que Dios vino en Jesús, se fue y volverá es un sin-sentido, que pretende explicar el Misterio de lo trascendente en nuestras categorías espacio-temporales. Sabemos que Jesús, plenitud de la revelación de Dios, vivió entre nosotros (explique como se explique el dogma-misterio de la encarnación). Pero muerto y resucitado, ya vive la vida eterna de Dios. Y ese es el futuro que espera a toda la creación. Cristo no se ha marchado, sino que está presente de un modo nuevo al que lo estuvo en carne; la resurrección no ha inaugurado un vacío cristológico en la historia, ni la parusía es una suerte de retorno del expatriado (de hecho, el Nuevo Testamento no habla nunca de “retorno” ni de “vuelta” de Cristo).
Sólo puede “venir” el que nunca estuvo o estuvo y se fue; pero Dios es aquella realidad amorosa en la cual “nos movemos, existimos y somos” (Hch 17,28); es el siempre presente, aunque en el modo de “discreción” (Ch. Duquoc); no va y viene, no se acerca y se aleja (en todo caso, seríamos nosotros los que podemos “tomar distancia” de Él). Tanto la creación como la parusía son acontecimientos más allá del espacio y del tiempo. El mundo fue creado por Dios junto con el espacio y el tiempo, y será consumado junto con el espacio y el tiempo.
La parusía (mal llamada “segunda venida”), pues, en cuanto último acto de la historia de salvación es lisa y llanamente la pascua de la creación, su paso a la configuración ontológica definitiva, cuando “Dios sea todo en todos” (1 Co 15,28).
Quiero concluir con una cita de un teólogo español cuya autoridad es sobrada en estos temas: “La recuperación de la parusía como meta de la esperanza cristiana pasa por el esclarecimiento del equívoco generado en torno a la categoría de juicio. La confusión entre los dos significados del término ha contribuido muy directamente al declinar de la esperanza gozosa en la venida de Cristo, que queda relegada a simple función de un acto forense que constituiría su única o primordial razón de ser («...vendrá a juzgar»).
En esta línea se produce además otra indeseable consecuencia: la concepción extrinsecista del juicio-crisis, que le vendría impuesta al ser humano desde fuera, en vez de brotar, como resultante última, de su propio proceso de autoelaboración personal (…) lo que nunca debería ser olvidado: que cuando Dios irrumpe en la historia, lo hace siempre y sólo por un único motivo: para salvar. Y que la intervención decisiva y definitiva de Dios en el proceso histórico (la parusía) no tendrá más finalidad que ésta: consumar salvíficamente la obra iniciada por su acto creador. Eso es lo que confesamos en el credo: la venida de Cristo en gloria al final de los tiempos significa la culminación de su gesta creadora y salvadora; es la pascua que anhela desde siempre toda la realidad” (J.L. Ruiz de la Peña)
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