Los cristianos para los que Lucas escribió su evangelio no estaban muy acostumbrados a rezar, quizá porque la mayoría de ellos eran paganos recién convertidos. Lucas se esforzó en inculcarles la importancia de la oración: les presentó a Isabel, María, los ángeles, Zacarías, Simeón, pronunciando las más diversas formas de alabanza y acción de gracias; y, sobre todo, a Jesús retirándose a solas para rezar en todos los momentos importantes de su vida.
El comienzo del evangelio de este domingo parece formar parte de la misma tendencia: “En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”. En ella, una viuda da ejemplo de constancia en defender sus derechos ante un juez inicuo. Algo que nosotros debemos imitar en nuestra oración.
Sin embargo, el final de la parábola nos depara una gran sorpresa. El acento se desplaza al tema de la justicia, a una comunidad angustiada que pide a Dios que la salve. No se trata de pedir cualquier cosa, aunque sea buena, ni de alabar o agradecer. Es la oración que se realiza en medio de una crisis muy grave. Recordemos que Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 del siglo I. El año 81 sube al trono Domiciano, que persigue cruelmente a los cristianos y promulga la siguiente ley: “Que ningún cristiano, una vez traído ante un tribunal, quede exento de castigo si no renuncia a su religión”.
En este contexto de angustia y persecución se explica muy bien que la comunidad grite a Dios día y noche, y que la parábola prometa que Dios le hará justicia frente a las injusticias de sus perseguidores.
Sin embargo, Lucas termina con una frase desconcertante: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». En medio de las dificultades y persecuciones, un desafío: que nuestra fe no se limite a cinco minutos o a un comentario, sino que nos impulse a clamar a Dios día y noche.
Los ejemplos de una abuela y de una madre (2 Timoteo 3,14-4,2)
“Desde niño conoces la Sagrada Escritura”, dice Pablo a su querido discípulo y compañero Timoteo en la segunda lectura de hoy. ¿Quién se la dio a conocer? Lo dice el comienzo de la carta: su abuela, Loide, y su madre, Eunice (2 Tim 1,5). Timoteo es un caso curioso: su padre era pagano; su madre, judía, no circuncida a su hijo (como si hoy día no lo bautizase), pero tanto ella como la abuela instruyen al niño en la Sagrada Escritura. Al pasar los años, quizá por no estar circuncidado, se siente más cerca de los cristianos que de los judíos y tiene excelentes relaciones con las comunidades Iconio y Listra. Estas se lo recomiendan a Pablo y le servirá de compañero durante su segundo viaje misional.
El texto litúrgico recuerda las ventajas de la Sagrada Escritura, útil para enseñar, reprender, corregir y educar en la virtud. Pero recordemos que su conocimiento no le vino a Timoteo de la sinagoga, sino de su abuela y de su madre. No le podrían proporcionar los conocimientos profundos de un escriba, pero le hicieron enorme bien y a nosotros nos dejan un ejemplo muy digno de imitar.
El ejemplo de Moisés, Aarón y Jur (Éxodo 17, 8-13)
En comparación con los ejemplos de las mujeres, el de los varones tiene luces y sombras. Los amalecitas, un pueblo nómada, atacaban a menudo a los israelitas durante su peregrinación por el desierto hacia la Tierra Prometida. Pero Moisés no espera que Dios intervenga para salvarlos; ordena a Josué que los ataque. Lo interesante del relato es que mientras Moisés mantiene las manos en alto, en gesto de oración, los israelitas vencen; cuando las baja, son derrotados. ¿Y si se cansa? A los judíos nunca les faltan ideas prácticas para solucionar el problema.
Este texto se ha elegido porque va en la misma línea del evangelio: orar siempre sin desanimarse. Pero usar la oración para matar amalecitas no parece una idea muy evangélica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario