Yo creo en Dios. Pero, ¿qué significa esta expresión? ¿En qué Dios creo? El catecismo de mi infancia describía a Dios como un ser todopoderoso que habita en el Cielo, todo Sabio, todo Justo, creador del Cielo y de la Tierra con todo lo que ella contiene: plantas, animales y sobre todo los seres humanos a los que nos ha impuesto leyes que si las cumplimos nos premiará y en caso contrario nos castigará.
Esta idea del antiguo catecismo no es la de Jesús que veía a Dios como a un Padre amoroso que quiere a todos los seres humanos como hijos y que desea que todos nos amemos unos a otros y que nuestra vida en este mundo sea feliz. Jesús nos pide que amemos a todos, aunque sean enemigos y esta máxima, contenida en las principales religiones, es la llamada “Regla de oro”: “No hagas a los demás lo que no quisieras que te hagan a ti” o bien “haz a los demás lo que quisieras que te hagan a ti”.
Sin embargo las iglesias cristianas han preferido siempre ver a Dios como todopoderoso y han insistido en el pecado de los seres humanos y el consiguiente miedo al castigo eterno.
La idea de un Dios o varios dioses ha sido constante en todas las religiones. Generalmente Dios o los dioses imponían a los humanos obligaciones que en caso de incumplimiento merecían un castigo. De este modo cuando a una persona le sucede una desgracia lo considera un “castigo de Dios” por sus pecados. Por eso las religiones imponen penitencias y los humanos ofrecen sacrificios a las divinidades para tenerlas propicias. Así han nacido las liturgias regidas por los sacerdotes que se consideran intermediarios entre los humanos y la divinidad.
Esta imagen de un Dios castigador que está presente en toda la historia del Pueblo de Israel y que ha seguido siendo omnipresente en la historia del cristianismo ha sido una pesada losa en nuestra civilización cristiana. Es necesario, pues, volver a la idea de Jesús de un Dios que nos ama como hijos y no como el dios que está pendiente de nuestros actos para premiarlos o castigarlos en esta o en la otra vida.
Por otra parte, la imagen de Dios que nos ofrece la Biblia es propia de las creencias que tenían los autores que la redactaron. La idea que tenían estas personas del Universo era que éste estaba situado en tres planos:
La bóveda celeste donde el Sol alumbraba el día, la Luna la noche y las estrellas eran luminarias que lucían en la noche. Más arriba de esta bóveda estaba el Cielo donde Dios reinaba acompañado de sus ángeles y desde allí regía la vida humana y toda la Creación.
La Tierra, que era plana y que era el lugar de la humanidad, de los animales y las plantas.
Y el inframundo, en el interior de la Tierra, donde moraban los muertos y, en otras religiones, los demonios.
Esta visión ingenua del Universo choca con los actuales conocimientos que la Ciencia nos ha descubierto a través de los siglos. Sin embargo todavía tenemos en el imaginario cristiano gran parte de estas ideas. Todavía nos imaginamos el Cielo como lo que está “allá en lo alto”. Todavía muchos creemos que Jesús, su madre María y otros personajes como el profeta Elías ascendieron en cuerpo y alma a los cielos.
Esta creencia tiene una dificultad: si las personas ascienden al cielo en cuerpo humano hay que deducir que este cielo es un espacio físico, con dimensiones determinadas. ¿Dónde se sitúa este espacio en la inmensidad del Universo? La idea de un Dios “allá arriba” le permitió al cosmonauta ruso Yuri Gagarin bromear diciendo: “Yo he subido al Cielo y no he visto a Dios”.
El relato del Génesis nos dice que Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza. Por lo tanto pintamos a Dios como un anciano con barba. Lo mismo que los cristianos las religiones anteriores al cristianismo como la greco-romana imaginaban a sus dioses con figuras humanas e incluso con las mismas pasiones humanas. O sea que ha sido el ser humano el que ha creado a sus dioses “a su imagen y semejanza”. Los templos y los museos abundan en esta clase de imágenes de los seres supuestamente celestiales.
Sin embargo la misma Biblia en la que Dios mismo hablaba con Adán y Eva y con los antiguos patriarcas como Noé o Abraham, cuando se aparece a Moisés en el Sinaí no se deja ver sino como una zarza ardiente que no se apaga y dice a Moisés que su nombre es Yahvé, que quiere decir “El que soy”. Los judíos no pronunciaban este nombre por respeto y para nombrar a Dios utilizaban otros nombres como El, Elohin o simplemente “El Cielo”. Por eso en el evangelio se dice muchas veces “el Reino de los Cielos” en lugar del “Reino de Dios”.
Los cristianos nos hemos imaginado a Dios como alguien semejante a los humanos, aunque eso sí, adornado con poderes y sabiduría en grado superlativo. Los místicos de varias religiones y especialmente de la cristiana nos enseñan que Dios no puede ser conocido por los humanos y por eso cada vez que tratamos de conocerlo, de atribuirle una imagen o una naturaleza podemos estar seguros de que esa imagen es completamente falsa. Dios, o como se le llame en cada una de las religiones, es el gran desconocido. Por eso Jesús no lo describe sino que utiliza una metáfora: el Padre. El Padre en Jesús no es un Dios todopoderoso, que premia y castiga sino el Padre amoroso que quiere a todos por igual, y desea la felicidad de todos y especialmente de los más pobres y desvalidos, lo mismo que en una familia el padre y sobre todo la madre, cuidan con especial cuidado a sus hijos más débiles o enfermos. Siguiendo a Jesús podemos llamar a Dios Padre o mejor Madre y por consiguiente considerar a nuestros semejantes como hermanos. Los que siguen la Regla de Oro y tratan a los demás como quieren ser tratados ellos mismos, esos son los verdaderos creyentes, aunque sigan otras religiones, sean agnósticos o incluso ateos.
Por lo tanto creer en Dios no es cuestión de imaginarlo o menos de entenderlo mediante sofisticados sistemas teológicos, como el de la Trinidad, elaborado en el siglo IV de nuestra era por los Padres Capadocios. El verdadero creyente es el que siente la presencia de Dios en su interior, el que respira su aliento, como la sentía Jesús, como una inspiración de amor hacia toda la creación, como también la sentía Francisco de Asís. Podemos imaginarnos a Dios no como una persona, sino como la fuente de todo amor, de toda sabiduría, de la que ha brotado todo el Universo. Dios o como se le llame en otras religiones, es la fuerza que mueve al mundo y que está en el fondo de nuestro ser y nos inspira a cada uno para seguir el camino ascendente para conseguir ese Reino que predicaba Jesús que es el de una humanidad unida y feliz.
La metáfora de Jesús de que Dios es “El Padre” no nos aclara el misterio divino, pero si nos sirve para seguir el camino de Jesús de amar a nuestros semejantes y sentirnos hermanos de todo lo creado. La naturaleza de Dios y la cuestión de cómo se ha creado todo el Universo siguen y seguirán siendo un misterio insondable. Podemos ir conociendo, mediante los progresos de la ciencia las leyes que rigen en la Naturaleza pero ni los sistemas científicos ni la imaginación humana podrá nunca conocer cómo apareció el Universo. Los religiosos hablan de una Creación a partir de la nada y los científicos del Big Bang, pero ni unos ni otros nos pueden explicar cómo se puede crear algo donde no hay nada, ni de dónde procedió la materia que hizo explosión y que determinó el nacimiento de todos los astros que pueblan el Universo, ni si este Universo es eterno o si tiene un principio y un fin.
Tenemos que aceptar que ni la inspiración religiosa ni el conocimiento científico nos van a aclarar nunca cómo es Dios o cómo ha sido su actuación en la aparición del Universo. Los humanos, tal como somos actualmente, somos el resultado de una larga evolución, desde una minúscula molécula, pasando por los habitantes del mar y una larga sucesión de seres animados de todos los tamaños y formas que a lo largo de miles de millones de años hemos llegado a tener conciencia de nuestra individualidad e ir avanzando por medio de la ciencia para conocer cada vez más profundamente el mundo que nos rodea, las leyes que rigen el Universo, el modo de crecer y reproducirse las plantas, los animales y los humanos, cómo se ha formado nuestro planeta y las leyes que rigen el movimiento del mar y la formación de los continentes, cómo se ha formado el aire que respiramos, cómo funciona nuestro organismo, cómo podemos aprovechar las sustancias vegetales o animales para mantener la salud, etc.
No es lo mismo creer en Dios que creer en Jesús
La palabra creer es polisémica, es decir puede tener varios significados. En este caso no es lo mismo creer en Dios que creer en Jesús. No es sólo afirmar que éste ha existido en contra de los que niegan su existencia, Aunque hay algunos que han negado su existencia, la inmensa mayoría afirman que la vida de Jesús es tan real como la de Julio César o Miguel de Cervantes o la de cualquier personaje histórico. Pero cuando digo que creo en Jesús no afirmo únicamente su existencia humana, sino que me siento especialmente unido a él, que participo de su mensaje, que creo que su vida y su muerte han servido y siguen sirviendo de inspiración y ayuda para millones de personas desde hace dos mil años y seguirán siéndolo en el futuro.
¿Se puede saber con exactitud cómo fue la vida de Jesús y su mensaje? Retazos de su vida se hallan reflejados en los evangelios que son relatos escritos por seguidores suyos varias décadas después de su muerte. Pero estos relatos no pretenden ser biografías suyas, sino una transmisión de su mensaje, tal como lo entendían los redactores de los evangelios. En estos escritos se mezclan los datos históricos con otros míticos que intentan transmitir una enseñanza y sobre todo reflejar el impacto emocional que sintieron los primeros seguidores al convivir estrechamente con Jesús. Para explicar su vida recurrieron a la experiencia religiosa de la lectura de la Biblia en la sinagoga judía. Recordaron los escritos de los profetas de Israel e interpretaron, con mayor o menor acierto, estos escritos como anuncios de lo que había de ser la vida y el mensaje de Jesús.
Se puede pensar que como personas implicadas emocionalmente por la persona con la que habían compartido íntimamente su vida, su testimonio era parcial y, por tanto, poco creíble. Sin duda alguna su testimonio no era imparcial, como lo podía ser el de un espectador desinteresado, pero el entusiasmo de los seguidores era consecuencia del impacto y la sorpresa que les provocaban las palabras y los hechos de Jesús. Lo cual no quiere decir que entendieran exactamente la persona de Jesús. En varias ocasiones se preguntan: ¿Quién es éste que hace estas cosas? También Jesús reprocha a sus discípulos su falta de fe y que no entienden sus parábolas.
Otros datos que influyeron en la redacción de los evangelios y el más importante es que estos escritos no fueron los primeros que se escribieron. Los primeros testimonios escritos fueron los de Pablo en los años cincuenta de la era cristiana. Pablo era un discípulo que no había conocido a Jesús y que escribió sus cartas unos veinte años antes de la redacción del primero de los evangelios, el de Marcos en la década de los años setenta. Pablo, antiguo perseguidor de la comunidad de Jesús, se convirtió en seguidor de Jesús tras una experiencia mística. Pero su conversión no fue al Jesús terreno, al que no conoció, sino al Cristo resucitado y sentado en el Cielo a la derecha del Padre. Su interpretación de la vida y la muerte de Jesús estaba inspirada en la literatura judía.
Según las tradiciones judías Dios había establecido una alianza con el pueblo hebreo, pero éste había quebrantado una y otra vez esta alianza. La fiesta de la Pascua había sido establecida para obtener la reconciliación divina mediante el sacrificio de un cordero sin mancha; la sangre del cordero conseguía el perdón de Dios. Pablo establece un paralelismo de la fiesta de la Pascua con la muerte de Jesús: “El Mesías murió por nosotros cuando éramos aún pecadores. Así demuestra Dios el amor que nos tiene” (Rm 5,8), “Ahora Dios nos ha rehabilitado por la sangre del Mesías” (Rm 5,9), “Dios derramó sus bendiciones sobre nosotros por medio de su Hijo querido, el cual con su sangre nos ha obtenido la liberación” (Ef 1,7). Esta interpretación de la muerte de Jesús influyó de tal modo en la primitiva comunidad cristiana que se reflejó en la redacción de los evangelios; por ello se identifica a Jesús con “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” y por eso en el evangelio de Juan cuando los soldados quiebran las piernas a los dos dos crucificados que acompañaban a Jesús y no lo hacen con Jesús por haber fallecido ya, dice el evangelista que se cumple la profecía que dice “No le quebrarán ningún hueso”. Se refiere al cordero pascual, sin mancha, al que no se le debe quebrar ningún hueso.
Este interpretación ha prevalecido en el desarrollo de la Iglesia cristiana, sobre todo por los escritos de Agustín de Hipona que basándose en el relato mitológico del pecado de Adán y Eva y que este teólogo consideró que este pecado fue hereditario y que todos los humanos al nacer lo heredamos. Al estar toda la humanidad en pecado hacía falta el sacrificio de Jesús, reconocido como Dios y hombre verdadero en los primeros concilios. Su sangre era lo único que nos podía procurar el perdón de Dios. Pero según esta interpretación Dios no es el Padre misericordioso que predicaba Jesús, sino un dios intolerante que sólo perdona por medio del derramamiento de sangre. Todavía en nuestras liturgias aclamamos a Jesús como el Cordero sin mancha que nos ha liberado de nuestros pecados, todavía seguimos creyendo que el sacramento del Bautismo nos borra el pecado original, todavía creemos en el dogma proclamado por el papa Pío IX en 1854 que María, la madre de Jesús, fue concebida sin la mancha del pecado original y por eso la llamamos la Inmaculada.
Con estos comentarios no pretendo minimizar las enseñanzas de las cartas de Pablo ni las de los evangelios que junto con el resto de la Biblia siempre son considerados en nuestras liturgias “palabra de Dios”. Dios se nos revela de diferentes formas y una de ellas es la palabra escrita en la Biblia, pero esta palabra tiene que ser transmitida por personas humanas que la entienden según su cultura, sus ideas, sus tradiciones y creencias religiosas: es decir que en frase de un querido teólogo, José María Díaz- Alegría, “la Biblia es palabra de Dios, pero también es palabra de los hombres”. Por lo tanto la Biblia, las palabras de los teólogos, los dogmas y las enseñanzas de los dirigentes religiosos han de ser respetadas, pero también entendidas como palabras humanas sujetas a la reflexión y al discernimiento de cada uno de los cristianos.
Tomás Maza Ruiz
ECLESALIA
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