JOSÉ ANTONIO PAGOLA
Se ha dicho que la gratitud está desapareciendo del «paisaje afectivo» de la vida moderna. El conocido ensayista José Antonio Marina recordaba recientemente que el paso de Nietzsche, Freud y Marx nos ha dejado sumidos en una «cultura de la sospecha» que hace difícil el agradecimiento.
Se desconfía del gesto realizado por pura generosidad. Según el profesor, «se ha hecho dogma de fe que nadie da nada gratis y que toda intención aparentemente buena oculta una impostura». Es fácil entonces considerar la gratitud como «un sentimiento de bobos, de equivocados o de esclavos».
No sé si esta actitud está tan generalizada. Pero sí es cierto que, en nuestra «civilización mercantilista», cada vez hay menos lugar para lo gratuito. Todo se intercambia, se presta, se debe o se exige. En este clima social la gratitud desaparece. Cada cual tiene lo que se merece, lo que se ha ganado con su propio esfuerzo. A nadie se le regala nada.
Algo semejante puede suceder en la relación con Dios si la religión se convierte en una especie de contrato con él: «Yo te ofrezco oraciones y sacrificios y Tú me aseguras tu protección. Yo cumplo lo estipulado y Tú me recompensas». Desaparecen así de la experiencia religiosa la alabanza y la acción de gracias a Dios, fuente y origen de todo bien.
Para muchos creyentes, recuperar la gratitud puede ser el primer paso para sanar su relación con Dios. Esta alabanza agradecida no consiste primariamente en tributarle elogios ni en enumerar los dones recibidos. Lo primero es captar la grandeza de Dios y su bondad insondable. Intuir que solo se puede vivir ante Él dando gracias. Esta gratitud radical a Dios genera en la persona una forma nueva de mirarse a sí misma, de relacionarse con las cosas y de convivir con los demás.
El creyente agradecido sabe que su existencia entera es don de Dios. Las cosas que le rodean adquieren una profundidad antes ignorada; no están ahí solo como objetos que sirven para satisfacer necesidades; son signos de la gracia y la bondad del Creador. Las personas que encuentra en su camino son también regalo y gracia; a través de ellas se le ofrece la presencia invisible de Dios.
De los diez leprosos curados por Jesús, solo uno vuelve «glorificando a Dios», y solo él escucha las palabras de Jesús: «Tu fe te ha salvado». El reconocimiento gozoso y la alabanza a Dios siempre son fuente de salvación.
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