Carlos Maza Serneguet
Cuando los chavales de mi calle estábamos todos en edad de jugar al balón, solía venir por el barrio un cuentacuentos al que llamábamos Esopo. No porque conociéramos de antes al fabulista griego, sino porque aquel hombre del que no recuerdo el nombre tiraba sobre todo de fábulas y, entre los nombres de Esopo, Iriarte o de la Fontaine, nos pareció más gracioso el primero como mote. Gracias a él conocimos mejor a la perezosa cigarra y a la abnegada hormiga, a la liebre que se creía capaz de romper el tiempo corriendo y a la tortuga que caminaba segundo a segundo.
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