fe adulta
Hoy leemos el c. 15 de Lc, que empieza exponiendo el contexto en que se desarrollan las tres parábolas: la oveja, la moneda y el hijo perdidos. Todos los publicanos y pecadores se acercaban a él. Los fariseos critican a Jesús por esto. Las tres parábolas son una respuesta de Jesús a esas murmuraciones. Los fariseos pensaban acercarse a Dios a través del cumplimiento de la Ley. Tantas veces se nos ha inculcado la obligación de buscar a Dios por ese camino, que nos quedamos alelados cuando Jesús nos dice que es Él el que nos busca.
A pesar de la radicalidad del domingo pasado (odia a tu familia, ama la cruz, renuncia a todo), hoy nos dice el evangelio que los “pecadores” se acercaban a Jesús. Es la mejor demostración de que no lo entendieron como rigorismo, sino como acogida entrañable. Los fariseos y letrados se acercaban también, pero para espiarle y condenarle. No podían concebir que un representante de Dios pudiera mezclarse con los “malditos”. El Dios de Jesús está radicalmente en contra del sentir excluyente de los fariseos.
Las parábolas no necesitan explicación alguna, pero exigen implicación. El dios que nos hemos fabricando a nuestra imagen tiene que saltar por los aires. Atreverse a romper el ídolo es la tarea más complicada de todo ser humano. El Dios de Jesús se identifica con cada una de sus criaturas haciéndolas participes de todo lo que él es. No somos nosotros los que tenemos que “convertirnos” a Dios, porque Él está siempre vuelto hacia cada uno de nosotros. No puede esperar nada de nosotros, pero nosotros, todo lo recibimos de Él.
Las tres parábolas que hemos leído van en la misma dirección. No solo nos invitan a la confianza en un Dios que nos busca con amor sino que trastocan radicalmente la idea de Dios, la idea de pecador y de justo. Si comparamos la primera lectura con el evangelio, descubriremos el abismo que existe entre una concepción y otra. Pero se trata de sustituir conceptos religiosos, que son los más difíciles de desarraigar. Después de veinte siglos, seguimos teniendo la misma dificultad a la hora de cambiar nuestro concepto de Dios.
Jesús no pudo expresar toda su experiencia de Dios pero podemos descubrir en su mensaje, rasgos definitivos del verdadero Dios. El Dios de Jesús es, sobre todo, Abba, padre y madre que se entrega incondicionalmente a sus criaturas. Es amor, misericordia y compasión. No el ser poderoso que espera de nosotros vasallaje. Nada del juez que analiza con meticulosidad nuestras acciones. Nada del impasible que defiende su honor por encima de todo. Las tres parábolas insisten en la búsqueda, por su parte, del hombre, aunque se haya extraviado.
Hoy podemos apuntar a Dios con mucha más precisión que los evangelios, porque tenemos mejor conocimiento del hombre y del mundo. Hoy sabemos que Dios no es un ser, ni siquiera el más sublime de todos los seres. Lo que es, lo ha dejado plasmado en cada una de sus criaturas. Dios no puede ser aislado de la creación. No es ni cada criatura ni el conjunto de lo creado; pero tampoco es algo al margen, que se encuentra en alguna parte fuera de la creación. El concepto de creación que hemos manejado hasta la fecha debemos superarlo. La creación es la manifestación de Dios que no exige un principio temporal.
El Dios de Jesús es don absoluto y total. No un don como posibilidad, sino un don efectivo y ya realizado, porque es la base y fundamento de todo lo que somos. Al decir que es Amor (ágape) estamos diciendo que ya se ha dado totalmente y que no le queda nada por dar. Es ridículo querer comprender a Dios poniendo como ejemplo la bondad de los seres humanos. Jesús no vino a salvar, sino a decirnos que estamos salvados. Un lenguaje sobre Dios, que suponga expectativas sobre lo que Dios puede darme o no darme, no tiene sentido.
Si somos capaces de entrar en esta comprensión de Dios, cambiará también nuestra idea de “buenos” y “malos”. La actitud de Dios no puede ser diferente para cada uno de nosotros, porque es anterior a lo que cada uno puede hacer o no. El Dios que premia a los buenos y castiga a los malos es una aberración incompatible que el espíritu de Jesús. Dios no nos ama porque somos buenos, al contrario, somos “buenos” porque hemos descubierto lo que hay de Dios (Amor) en nosotros. Somos “malos” porque no hemos descubierto a Dios.
Alguno puede pensar que aceptar la misericordia de Dios invita a escapar de la responsabilidad personal. Si Dios me ama igual cuando soy bueno que cuando fallo, no merece la pena esforzarse. Esta reflexión indica que no hemos entendido nada del evangelio. Nada más contrario a la predicación de Jesús. La misericordia de Dios es gratuita, infinita y eterna, pero no puede afectarme hasta que yo no la acepto. Creer que puedo acogerme a la misericordia sin responder a su bondad, es entender la relación con Dios de una manera jurídica y externa. La actitud de Dios para conmigo debe ser el motor de cambio en mí.
Para nosotros la máxima expresión de misericordia es el perdón. Entender el perdón de Dios tiene una dificultad casi insuperable, porque nos empeñamos en proyectar sobre Dios nuestra propia manera de perdonar. Nuestro perdón es una reacción a la ofensa del otro. En cambio, el perdón de Dios es anterior al pecado. Dios es solo amor, pero ese amor llega a nosotros como perdón cuando nos sentimos perdonados, por eso para nosotros está siempre unida al pecado. Para aclararnos un poco, vamos a examinar dos conceptos: cómo podemos entender el perdón de Dios y cómo podemos entender el pecado.
Dios solo puede amar. Decimos que Dios ama porque Él es amor, no porque las cosas o las personas sean amables. Dios no ama las cosas porque son buenas, sino que las cosas son buenas porque Dios las ama. El perdón en Dios significa que su amor no acaba cuando nosotros fallamos, como pasa entre los hombres. Si nosotros amamos unas criaturas y no otras, se debe a nuestra ceguera, a nuestra ignorancia. Ahora comprenderéis lo equívoco de nuestro lenguaje sobre Dios cuando hablamos de su perdón como un acto puntual.
Es ridículo pensar que podamos ofender a Dios. La incapacidad de los cristianos para aceptar los fallos se debe a que los identificamos con la persona misma. La persona es una cosa y sus acciones otra. El pecado es siempre fruto de la ignorancia. Para que la voluntad se incline a un objeto, tiene que presentarse como bueno. El entendimiento puede ver una cosa como buena, siendo en realidad mala. Esta es la causa de nuestros fallos. Para superar una actitud de pecado, no debemos apelar a la voluntad, sino al entendimiento.
Si las reflexiones que acabamos de hacer, son ciertas, ¿de qué sirve la confesión? Mal utilizada, para nada. Pero es el hallazgo más interesante de los dos mil años de cristianismo porque responde a una necesidad humana. Somos nosotros, no Dios, quienes necesitamos la confesión como señal de su perdón. La confesión no es para que Dios nos perdone, sino para que nosotros descubramos el mal que hemos hecho y aceptemos el amor de Dios que llega a nosotros sin merecerlo. La confesión es el signo de que Dios ni me falla ni puede fallarme.
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