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miércoles, 14 de septiembre de 2022

EL VIRUS QUE PARALIZÓ NUESTRAS VIDAS: SU INTRUSIÓN Y SUS EFECTOS: UNA MIRADA DESDE LA PSICOLOGÍA

religión digital

col teresa munoz

 

Cuando la Humanidad que tiene al planeta Tierra como casa común parecía estar en un momento álgido de desarrollo y conquistas a todos los niveles: social, cultural, económico… de modo repentino, sin avisar, surge un elemento que, si bien no cabe considerarlo nuevo, puesto que en ámbitos científicos ya había sido observado e identificado, sí lo ha sido la forma intrusiva, voraz y letal con la que se instaló entre nosotros, haciéndonos vivir una realidad distópica. Se trata de un microorganismo que ha sido nominado como Coronavirus SARS-Cov-2 (acrónimo en inglés de Síndrome Agudo Respiratorio Severo)  y a la enfermedad que causa la OMS la ha denominado oficialmente Covid 19 (Corona Virus Desease del año 2019). Con esta compleja nomenclatura ha entrado en nuestras vidas un virus que ha trastocado el “orden establecido”, ha hecho que se impusieran medidas restrictivas, tanto que incluso estas medidas establecieron frontera con derechos ampliamente reconocidos y defendidos, tales como, por ej. el derecho de las personas a circular libremente, a relacionarse estrechamente con los suyos y, en definitiva, a participar en la vida social en interacciones mutuas. En unas semanas, el mundo se modificó, y bajo el miedo a la muerte que preside el trasfondo de la situación, observamos una serie de fenómenos que nos obligan a pensar lo que parecía imposible.

El enorme poder científico y tecnológico tiene un efecto perverso: el de que creíamos que lo podíamos todo, y en este punto la Naturaleza nos impacta con un golpe de realidad y nos pone en nuestro sitio, haciéndonos tomar conciencia de nuestros límites.

Un ejercicio de humildad para la humanidad. Una catástrofe mundial que nos desafía a todos. El dolor, la incertidumbre, el temor y la conciencia de los propios límites que despertó la pandemia, hacen resonar el llamado a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organización de nuestras sociedades y sobre todo el sentido que le hemos dado a nuestra existencia. Si todo está conectado, es difícil pensar que este desastre mundial no tenga relación con nuestro modo de enfrentar la realidad.

No planteo que hubiera un mundo feliz anterior a la llegada del virus. Enemistades, odios, agresiones al medio ambiente, injusticias, abusos, hambrunas, guerras y otras muchas catástrofes y calamidades nos han acompañado y siguen presentes desde el principio de los tiempos. Entonces ¿por qué este invisible agente ha causado y producido la reacción global de peligro que, de un día para otro, ha hecho que diéramos un giro a nuestro modo de vida? Tomo prestadas unas reflexiones de nuestro veterano filósofo D. Emilio Lledó cuando a sus lúcidos más de 90 años dice: “De repente, mi cabeza se ha llenado de recuerdos de guerra. Yo era un niño, pero me vinieron imágenes muy vivas. La misma inseguridad. Los hábitos de miedo: no salir a la calle, protegerse, ponerse a cubierto. Pero aquel era un miedo concreto, sabíamos quién era el enemigo. Sin embargo, Este es un miedo abstracto, difuso, extraño. Por eso estamos tan desconcertados y éste es el gran problema. El desconcierto no ayuda a pensar bien, cuando lo que más necesitamos en este momento es justo lo contrario: la razón contra el caos”. 

La pandemia ha empeorado la salud física y mental de la ciudadanía.

Caos. De alguna manera esta ha sido la vivencia que el virus nos ha hecho sentir. Lo más elemental de nuestra vida cotidiana: salir a trabajar, visitar a los nuestros, abrazarnos, tocarnos, tiene que ser radicalmente alterado, porque todos y cada uno de nosotros nos convertimos en potencialmente peligrosos para los demás, porque en lugar del afecto que queremos compartir con los otros, lo que podíamos transmitirles es enfermedad, tal vez la muerte, el caos. El coronavirus ataca el corazón de los humanos en la base más esencial de su ser: la vida con el otro.

Es decir, la inversión absoluta de nuestros valores tomó posiciones no solo en nuestra cotidianeidad, sino también en nuestro mundo afectivo y mental. De alguna manera — en este caso intrusiva— un elemento extraño, ajeno, toma el rumbo de nuestra vida. Evento cataclísmico, imprevisible e inverosímil.

No es que un cambio de vida sea en sí mismo perjudicial o negativo, es algo que se hace continuamente. Las personas cambiamos nuestras condiciones de vida en razón de proyectos de mejora o incluso del propio discurrir de la vida en el proceso de maduración que debe darse en toda persona. Hablamos en estos casos de cambios conocidos, planificados e incluso deseados. Pero este virus ha introducido un cambio que ha hecho que de pronto nos hayamos descubierto frágiles, vulnerables y desasistidos. A la vulnerabilidad se le suma una gran cuota de incertidumbre. En términos generales diremos que la mente tiene poca capacidad para manejar la incertidumbre y poder darle un significado. Nuestra posibilidad de pensar quedó suspendida. Nuestros parámetros de control fueron trastocados. El virus ha puesto de rodillas al poderío humano: se detuvo el comercio, los juegos olímpicos, los aeropuertos, etc. dejó al descubierto nuestras falsas seguridades, nos creíamos a salvo en nuestras sociedades hiper-protegidas pero se dio un aumento a nivel mundial de trastornos de corte psicológico.

Disponemos de un enorme poder científico y un no menos inmenso desarrollo tecnológico con el que podemos controlar e incluso modificar coordenadas de realidad para ajustarlas a nuestras necesidades y deseos. Se han traspasado barreras que hasta no hace demasiado tiempo parecían infranqueables y se ha hecho posible lo que se consideraba imposible en otros tiempos.

En la cúspide de las sociedades de bienestar, el desconcierto y la confusión que ha traído la pandemia del virus, invadió nuestra capacidad de pensar y más aún, de mentalizar.

Mentalizar no es lo mismo que pensar, mentalización o (función reflexiva) se refiere a una actividad mental, muchas veces intuitiva que permite reconocer el estado emocional propio y ajeno, posibilitando así la autorregulación emocional, es decir, percibir e interpretar la conducta tomando conciencia de un hecho para afrontarlo adecuadamente. Se basa en el supuesto de que nuestros estados mentales influyen en nuestra conducta y en la de los otros. (Bateman y Fonagy, 2006). En un sentido amplio, alude a una capacidad esencial para la regulación emocional y el establecimiento de relaciones interpersonales satisfactorias. Nos permite tener una representación de nosotros mismos, es decir, nos permite sentirnos dueños de nuestras conductas y pensamientos, y de regular nuestras emociones y sentimientos. La mentalización dirigida hacia el otro, capta su estado emocional, y despierta una reacción afectiva acorde al mismo, es lo que llamamos empatía.

Emociones y sentimientos en la pandemia

Quiero señalar que emociones y sentimientos no son lo mismo, son procesos distintos, si bien estrechamente interconectados. Las emociones son percepciones que se acompañan de sensaciones corporales, están ligadas al cuerpo y por tanto sus manifestaciones son visibles (miedo → taquicardia, respiración entrecortada; vergüenza → sonrojo…) son estímulos del ambiente, que de manera innata generan una reacción corporal (gestos, tono de voz, ritmo cardíaco…..) Suceden de forma automática, sin necesidad de pensar. Su objetivo es regular el proceso vital, mantener la homeostasis a fin de evitar los peligros. Las emociones detectan las amenazas del exterior, forman parte de nuestro equipamiento biológico. “Las emociones proporcionan un medio natural para que el cerebro y la mente evalúen el ambiente interior y el que rodea al organismo, y para que respondan en consecuencia y de manera adaptativa” (A. Damasio).

Según Damasio las emociones más universales son: felicidad, tristeza, ira, miedo y asco. Cuando el cuerpo se adapta a los perfiles de una de estas emociones son sentimos felices, tristes, airados, temerosos o asqueados. Es decir, aunque las emociones puedan ser desagradables tienen una función adaptativa, que nos han servido para sobrevivir y evolucionar como especie.

Las Neurociencias tiene identificadas empíricamente las redes neuronales que se activan en el momento de “sentir” una emoción,  demostrando que el cerebro es moldeable por el entorno (plasticidad neuronal) hallazgo y descubrimiento que viene a rebatir la vieja teoría de una red neuronal no sujeta a cambios ni modificaciones y que desde la teorización que hace A. Damasio sobre los “marcadores somáticos”, sabemos que la experiencia emocional, deja una huella en la red neuronal y sus conexiones sinápticas. “El error de Descartes”

Las emociones preceden a los sentimientos, digamos que son algo más primario, pero las ideas que acompañan a la respuesta emocional, lo que se origina internamente cuando podemos llevar a cabo el proceso de pensamiento sobre lo que nos está ocurriendo, eso es el sentimiento, que se inscribe en un nivel más elevado de desarrollo, (las emociones pertenecen al cuerpo y los sentimientos a la mente). Todas las emociones generan sentimientos, aunque no todos los sentimientos se originan en las emociones (Damasio, 1995)

Los drásticos cambios introducidos en nuestra rutina habitual, producen una respuesta emocional, y esa respuesta emocional en aquellos primeros momentos de pandemia dio lugar a sentimientos persecutorios y amenazantes que actuaron a modo de cargas de profundidad en nuestra sensación de seguridad y estabilidad, propia de una sociedad avanzada y desarrollada del primer mundo. El virus que nos paralizó, transformó las cualidades de seguridad en factores de desestabilización.

“Nueva normalidad”

La situación derivada de la irrupción de un microorganismo al que no vemos ni sabemos dónde está, un enemigo invisible, escurridizo pero omnipresente, ha venido a trastocar nuestro modo de estar en el mundo. Cada pandemia, así como las guerras o los desastres naturales, ocasionan que el colectivo víctima de esa experiencia, se sienta portador de un trauma compartido. Si somos capaces de pararnos a reflexionar, podemos extraer enseñanzas de cara al planteamiento de lo que vino en llamarse “nueva normalidad” ¿Se trataba de un paréntesis que nos devolvería a la situación previa, o de un momento de cambio sustancial? ¿Cuál es la nueva normalidad? ¿La expresión “nueva normalidad” no es acaso un oxímoron (figura retórica que consiste en reunir dos términos antinómicos)”? La verdad es que hace ya tiempo que entramos en una época distinta. “Todo lo que antes era sólido, se desvanece en el aire” (Muñoz Molina) y ahora se ha derrumbado como un edificio ruinoso. Sociedad líquida, al decir de Z. Bauman.

Esa nueva normalidad, parte de algunas paradojas. Es paradójico que en un mundo en donde la “velocidad” es considerada un bien en sí mismo y una conquista del desarrollo social (medios de transporte ultrarrápidos, transmisión de datos, sistemas de comunicación… todo ello a velocidades de vértigo), un ente microscópico hace que toda la humanidad tenga que pararse en seco, y detener  su productividad con el enorme perjuicio económico/social a que dicha detención da lugar. Pues bien, mientras las personas estamos paradas, es el virus el que corre velozmente. La gran paradoja de la pandemia es que la mejor forma de cuidar a los demás es alejándose de ellos. ¿La nueva normalidad es consolidar la anterior?

Las epidemias nos dejan impotentes ante la enorme dificultad de combatir a su causante. Ahora, la velocidad que tanto valoramos se ha transformado en letalidad por su alto poder de contagiosidad. La “velocidad de crucero” pasó a ser “velocidad de contagio”.

El fundamento esencial de la actuación de este virus es que necesita un ser vivo para poder reproducirse, pero contiene a su vez un componente terrible más: se propaga a través de los afectos, penetra en los intersticios de nuestra intimidad con las personas más cercanas, con los abrazos y los besos que compartimos con nuestros seres queridos, convirtiéndonos a todos en frustrados sujetos deseantes de todos aquellos besos y abrazos que no podemos dar.

Se transmitió insistentemente el mensaje de que “este virus lo paramos juntos” estimulando así el sentimiento de cooperación y cercanía, pero por otra parte ¡qué paradoja! no podíamos estar físicamente juntos.  El confinamiento surgió como tabla de salvación posible que nos permitía no solo protegernos, sino sentirnos parte activa de la solución. Nos quedamos en casa, para cuidar a los demás tanto como a nosotros mismos. Nos quedamos en casa, porque el bienestar del otro era indispensable para el nuestro.

Esta medida preventiva curiosamente se ha llamado “distanciamiento social”, cuando lo que necesitábamos era distanciamiento físico, pero no social.

Adela Cortina, catedrática de ética y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales sostiene su tesis de la interdependencia humana, somos “homo recíprocans”, seres en relación desde el nacimiento, seres sociales e interdependientes, no somos individuos y no podemos hacer nada sin el referente del Otro, sin la presencia del Otro. Somos sujetos que construimos nuestra subjetividad en relación con la alteridad. Para una autoestima estable resulta imprescindible la noción de que soy importante para otros. 

Sin referentes

El efecto psicológico que ha tenido en todos nosotros la experiencia de epidemia peligrosa es que se nos ha presentado algo de lo que no teníamos representación previa.  La pandemia se presentó, pero no se re-presentó y produjo inicialmente una reacción de sorpresa, estupor, una reacción paranoide. Lo que se presenta, necesita ser re-presentado porque si no, permanece como una vivencia de vacío. En Psicología y también en Filosofía se entiende por representación “la reproducción de una percepción anterior” es decir, algo que hemos percibido, experimentado, sentido… por primera vez, se inscribe en nuestro “sistema mnémico”, memoria, dicho en términos más familiares. Si bien, memoria no entendida como un mero receptáculo o almacén de imágenes. En la memoria también se registra el afecto ligado a ese acontecimiento primero.

Algo que ha ocurrido podemos evocarlo posteriormente mediante una re-presentación que es lo que permite poder verbalizar el hecho traumático. Lo que no está representado no puede ser dicho.

La ecuación percepción-representación es el resultado de un trabajo de construcción que caracteriza la vida psíquica. Si el acontecimiento originario o primero fue traumático, poderlo re-presentar posibilita mitigar el monto de angustia con que se vivió por primera vez. Es una forma de tener conocimiento de aquello que nos afecta, nos compete o nos interesa, lo que es también un acercamiento a poderlo controlar. 

Esta fue, además, una situación de la que no había registros previos, y esto es importante, no hemos podido ir a consultar ningún archivo ni hemeroteca. No tenemos antecedentes en nuestras generaciones, ni en las precedentes recientes. Epidemias sanitarias sí, ha habido a lo largo de la historia. Por mencionar algunas: ya Tucídides en su historia de la guerra del Peloponeso describe la que asoló a Atenas llegando a causar más de 100.000 muertos en el siglo V a. de C. La peste negra de 1348 se cobró millares de vidas en Europa, la mal llamada gripe española de 1918 causó estragos, y sin duda no son los únicos ejemplos. Lo que sí ha resultado único y sin precedente ha sido el mandato de recluirse en las propias casas y cortar todo contacto y aproximación con los demás. Y esto, no en una zona más o menos acotada geográficamente, sino para toda la población mundial y en todo el planeta.

Tampoco existía antes un mundo globalizado (en el buen y en el mal sentido), con el acceso a la información minuto a minuto. El hecho de que el virus se haya propagado a una velocidad vertiginosa en todo el mundo en comparación con las grandes epidemias del pasado nos da alguna pista de lo que podríamos considerar el lado oscuro de nuestro mundo hiper-conectado. Y también ha puesto de manifiesto nuestro lado inmaduro e irresponsablemente infantil.

A diferencia de otras epidemias, en la que nos ocupa las sociedades avanzadas contamos con más y mejores recursos sanitarios, con personal bien formado y entregado a su profesión hasta el sacrificio, pero el SARS-Cov 2 nos ha encontrado sin re-presentación, teniendo que procesar mentalmente la terrible realidad de lo desconocido que a todos nos ha provocado angustia, miedo, depresión y desamparo. (Bodega que ha hecho una cápsula del tiempo para abrir en 2070 con comentarios/reflexiones del momento presente, 2020)

Salud mental

La pandemia ha afectado notablemente a la salud mental. Las situaciones disruptivas, como cabría considerar a una pandemia, pueden invadir bruscamente el psiquismo de forma que provoquen una vivencia traumática. Se trata de un agente externo que irrumpe en la organización psíquica con un efecto desestructurante. Nos enfrentamos a un "shock de realidad" cuando tuvimos que lidiar con situaciones y experiencias sin precedentes.

Las repercusiones de la pandemia van más allá de la política y la economía. El trauma, en todo caso, estaba garantizado porque la irrupción del virus a nivel de epidemia mundial, es decir, pandemia, tenía todos los elementos de una condición traumática.

Todo evento extraordinario, no habitual o indeseable suele ser calificado de traumático, asignándole a priori el hecho de producir un efecto que puede ser devastador en el psiquismo.

Al no contar con elementos conocidos para enfrentar la incertidumbre, apelamos a distintos recursos defensivos: la desmentida, mecanismo de defensa ante la angustia (pensar que el hecho traumático no está sucediendo) no es rechazo a la percepción del hecho,  sino a las consecuencias que dicha percepción provoca (política del avestruz), la omnipotencia (esto a mí no me va a pasar) o la paranoia (culpar a los otros, los políticos, los chinos, el turismo….) En cualquier caso, estrategias mentales, defensas fallida para intentar dominar la angustia de la incertidumbre ante lo desconocido y descontrolado.

Las redes sociales se saturaban con todo tipo de consignas con las que llenar el tiempo de actividades “saludables” (gimnasia, cocina, cultura…) La hiper-actividad de los primeros días funcionó como un mecanismo de defensa. Algunos de estos mecanismos de defensa resultaron ser incluso casi cómicos. Se produjo en algunos sectores de la población una regresión a etapas arcaicas e infantiles. Fueron los momentos en que hubo acaparamiento y acopio de elementos básicos. La comida, como intento de neutralizar el miedo a la carencia básica de subsistencia y ¡el papel higiénico! que dio motivo para múltiples chistes y comentarios jocosos, y sobre todo, la pregunta: ¿por qué el papel higiénico?

Si la falta de comida podría suscitar un severo problema de salud, no así la falta de papel higiénico, que aún en el caso de que por alguna razón se agotara, no sería problema en una sociedad que dispone de agua corriente en las casas.

Para una psicoanalista —como es mi caso— esto tiene clara referencia a una etapa del desarrollo psíquico,  en concreto a aquella en la que el niño se da cuenta de la importancia que tiene el ser capaz de controlar, en este caso, su función intestinal (durante el segundo y tercer año de vida) El entorno demanda del niño que controle sus funciones corporales y le gratifica cuando llega a poder hacerlo o le penaliza si no se ajusta al deseo del adulto de quien depende (madre, padre, maestros….). Esto queda registrado como una huella emocional que —a nivel inconsciente— puede reactivarse en momentos posteriores de la vida, especialmente si tienen que ver con sentimientos de descontrol y pérdida o en situaciones traumáticas generadoras de angustia. De forma inconsciente  puede utilizarse como mecanismo de defensa regresivo arcaico, es decir, un retorno a patrones de conducta infantiles ante el temor de no tener accesibles estrategias de afrontamiento adecuadas a la situación temida.

El papel higiénico ha sido el elemento simbólico del miedo y la angustia que produce una situación extraña y desconocida que no se sabe cómo controlar. La compra compulsiva de papel higiénico simboliza la fantasía inconsciente de “puedo controlar el miedo y la angustia”

La pandemia —y todo lo que ello comporta— ha supuesto una invasión de algo que ha venido de fuera a ocupar nuestro modo de vida individual, personal y social, en una suerte de mundos superpuestos. La realidad interna de cada uno quedó eclipsada por lo traumático del presente y tuvo un efecto en la vivencia de la temporalidad, es decir: del registro del tiempo dentro de nosotros. De la misma manera que en las situaciones de “claustrofobia” o “agorafobia” se produce una situación anómala con respecto al espacio, en este caso el conflicto fue  con el tiempo. La interrupción de la vida “normal” tuvo el efecto de alterar nuestra percepción del tiempo durante el estado de confinamiento.

Dado que todos los días eran iguales era como vivir un presente suspendido, varado, congelado… un tiempo en presente permanente, un tiempo fosilizado, pero un tiempo vinculado a la idea de la enfermedad y la muerte. Cada día que pasaba, sobre todo al comienzo, la muerte estaba presente en forma de cifra, un aumento o disminución de esa cifra dejaba de ser un dato meramente estadístico para activar angustias de pérdida en cada uno de nosotros.

Esa vivencia de tiempo sin fin, uniforme, invariable, recuerda la que describe T. Mann en “La Montaña Mágica” en donde la vida de los enfermos terminales del sanatorio en la montaña, discurre en una dulce atmósfera monótona que transforma ilusoriamente la finitud del tiempo, —es decir, de la vida—, en tiempo infinito, renegando así de la idea de muerte.

El “Ensayo sobre la ceguera” de J. Saramago ilustra en toda su crudeza las respuestas comportamentales de los ciudadanos de una sociedad aquejada por una extraña epidemia consistente en cegueras repentinas de origen desconocido.

Por otro lado, apareció un movimiento interesante sustentado en el sufrimiento emocional, que a modo de reacción ante la pérdida, hizo surgir algo nuevo que podría ser interpretado como un proyecto de esperanza. Se pusieron en marcha una serie de capacidades creativas, de vida, (canciones en los balcones, resistiré como himno que nos hermanaba a todos, aplausos a los sanitarios…..) eran disposiciones donde se comparte la preocupación transformada en solidaridad y deseo de compartir. Se atribuye el estatus de héroes a integrantes de colectivos profesionales/sociales. Pero cuando una sociedad tiene la necesidad de que sus ciudadanos se conviertan en héroes, algo no funciona.

Todo esto ocurrió en el comienzo de la vivencia de la crisis, digamos que en el “ahora” de entonces, pero cuando se pasó a la fase del “después”, es  cuando hicieron su aparición síntomas que habían quedado también “confinados”. Sobre todo hizo irrupción sintomatología de tipo ansiosa/depresiva enlazada al proceso de elaboración de los duelos por las pérdidas sufridas, y también sintomatología somática, cuando es el cuerpo el que se hace portador de la carga emocional para la que no se le encontraron palabras de contención en el confuso y extraño momento crítico en que nos visitó el SARS Cov-2.

La ansiedad, es un estado emocional asociado al miedo, la inquietud o la preocupación, y que puede tener un componente somático, expresado a través de síntomas físicos, como inquietud manifiesta, temblores, taquicardias…

Los efectos colaterales del confinamiento para la salud mental de las personas, sumados a la incertidumbre vital y social que no deja de hacer mella en el ánimo de la gente, incrementaron las consultas por problemas de ansiedad y depresión. Si bien, había que hacer diagnóstico diferencial porque  malestar individual y/o colectivo no es sinónimo de trastorno mental.

La “Confederación Salud Mental España” en su informe “Salud mental y COVID-19. Un año de pandemia” señala que alrededor de un tercio de las personas adultas reportó elevados niveles de angustia.  Un 6,4% de la población acudió a un profesional de la salud mental por síntomas de ansiedad y/o depresión, la mayoría fueron mujeres. Uno de cada tres pacientes de COVID-19 que ha requerido respiración asistida presenta síntomas graves de TEPT. Los servicios sanitarios y hospitales, víctimas de ahorros y restricciones  sin sentido estaban y están abrumados.

Dos estudios publicados en The Lancet Psychiatry en julio 2020, en plena pandemia informan que la tasa de ansiedad en el personal sanitario fue del 23,04%, y en la población general se observó un 53% de impacto psicológico de moderado a severo.  Los perfiles asociados con los niveles más altos de impacto psicológico, estrés, ansiedad y síntomas depresivos fueron: sexo femenino, ser estudiante, tener patologías físicas y una percepción de baja salud.

La pandemia ha erosionado la salud mental de millones de ciudadanos. Confinamientos, angustias financieras, distanciamiento físico y social, temor al contagio, preocupación por familiares y amigos, incertidumbre…. Pero tengamos en cuenta que el sufrimiento psíquico es condición inevitable de la aventura de vivir e incluso combustible necesario para que surja el pensamiento.

Sí es preocupante que —según el teléfono de la esperanza—hubo un aumento del 9% en intentos de suicidio en la población adolescente, a día de hoy, segunda causa de muerte en personas de entre 15 a 29 años (Generación Z, la nacida entre 1995 y 2010) La pandemia ha empeorado la salud mental en los menores, pero es una tendencia que venía agravándose en los últimos tiempos: más cuadros de ansiedad y depresión, más autolesiones. Es posible apreciar una gran vulnerabilidad entre la población infanto-juvenil a los eventos de la vida. Debemos preguntarnos si hay factores en nuestra sociedad o estilo de crianza propiciadores de esta fragilidad. Las funciones parentales de muchos niños parecen estar transferidas a los dispositivos electrónicos.

El duelo

Tanto menores como adultos ante la pérdida experimentamos angustia y dolor, constatar la ausencia del ser querido aumenta ambos estado emocionales que pueden dar lugar a sentimientos de culpa de no haber expresado a la persona querida lo importante que era para nosotros. ¿Cómo se han asimilado y elaborado los duelos asociados a la pandemia? 

Los niños han podido ser testigos de la violencia o del sufrimiento por la incertidumbre del futuro. Algunos habrán perdido a sus abuelos, sin poderse despedir, y habrán sido observadores en directo del dolor de los mayores. Estos sentimientos pueden estar encubiertos manifestándose mediante dificultades en el sueño, de comportamiento, o a través del cuerpo. A veces se piensa que los niños no se dan cuenta de la dureza del asunto y no queriendo que sufran, los adultos nos hacemos los fuertes. Todo lo contrario, reconocer los sentimientos dolorosos es la mejor forma de cuidarles y ayudarles en la tramitación de lo que sienten. Hacerles partícipes de la pena común —sin agobiarlos— hablando de la persona querida y recordando buenos momentos; pero es característico de la sociedad actual la eliminación de todo sentimiento vinculado a la pérdida y el dolor, lo que dificulta poder hacer el trabajo psíquico de elaboración del duelo, necesario para la recuperación de la estabilidad anímica.

Los adolescentes, en la fase de confinamiento usaron y abusaron  del recurso de relaciones en línea, aislándose —aún más si cabe— de la relación intrafamiliar. Es propio del adolescente rebelarse contra la autoridad y buscar identidad en el grupo de iguales fuera de casa. Durante el confinamiento ha sido el espacio de las redes sociales, la comunicación digital lo que han utilizado como intento de marco contenedor de la confusa mezcla entre rabia, frustración y temor.

Pero como plantea Byung-Chul Han (La exclusión de lo distinto) “En la comunicación analógica tenemos por lo general un destinatario concreto, un interlocutor personal. La digital, por el contrario, propicia una comunicación expansiva y despersonalizada que no precisa interlocutor personal, mirada, ni voz. Constantemente se envían mensajes por Twitter que no van dirigidos a una persona concreta, no se refieren a nadie en particular. La comunicación digital nos interconecta y al mismo tiempo nos aísla. Elimina la distancia, pero la falta de distancia no genera cercanía personal”. Las relaciones son reemplazadas por las conexiones. La hiper-comunicación, propia de nuestra época, nos despoja de toda intimidad protectora. Es más, renunciamos voluntariamente a ella y nos exponemos a redes digitales que nos envuelven y capturan.

Respecto a los mayores, pese a haber sido el grupo de la población más golpeado en términos de mortalidad, —a lo que se unió el terrible drama de morir en soledad—, ha sido el que en términos emocionales ha soportado mejor la situación. Las generaciones más recientes, criadas en la comodidad, en la abundancia y en la permisividad, son las que han tolerado emocionalmente peor una situación que ha impuesto límites, necesidad de autocontrol y privaciones, lo que choca con la instalada intolerancia a la frustración  y dificultad para demorar la gratificación en una sociedad que es del “aquí y ahora” referido a la satisfacción de los deseos. Para la generación más veterana, que ha padecido verdaderas privaciones y ha vivido de verdad lo que es la lucha por la vida, las limitaciones que haya podido imponer la pandemia no han sido un factor irresoluble.

Post-Covid

La crisis de la covid-19 nos ha vuelto a muchos más conscientes de las cosas que han salido mal durante los últimos decenios de políticas neoliberales en Occidente: las desigualdades económicas, el calentamiento global, la falta de solidaridad, y la injusticia social, entre otras. Estas políticas neo-liberales generan miedo e inseguridad. Individualiza al ser humano creando unos falsos narcisismos que nada tienen que ver con el sano y necesario amor a sí mismo. Hay un nuevo narcisismo en nuestro mundo de redes sociales donde lo importante es obtener visibilidad y aprobación, no importa por qué motivo.

Una manifestación cotidiana de estos falsos narcisismos es la adicción a los “selfies” que son el “yo” en formas vacías, reproducciones de “sí mismo”, auto-referencias narcisistas, es la prevalencia de la mismidad (yo) sin tomar en cuenta la alteridad (el otro-los otros).

Probablemente, muchos aspiramos a un mundo mejor, más sostenible y más justo. La pregunta, por tanto, es cómo vamos a cambiar esas cosas y vamos a hacer realidad ese mundo mejor, sin volver a caer en los modelos de explotación irresponsable, agotamiento de recursos y rentabilidad económica solo para unos pocos.

Hemos hablado de que el terrible precio que se ha cobrado el coronavirus ha puesto de manifiesto la indefensión de la humanidad frente al poder de la naturaleza. En realidad, 2020 ha demostrado que la humanidad dista mucho de estar indefensa. Las epidemias ya no son fuerzas incontrolables de la naturaleza. La ciencia las ha convertido en un reto manejable. En enero de 2020, los científicos no solo habían aislado el virus responsable, sino que también habían secuenciado su genoma. “En la guerra entre humanos y patógenos, los humanos nunca hemos sido tan poderosos. Entonces, ¿por qué hemos visto tantas muertes y tanto sufrimiento?.... Por las malas decisiones políticas”  (“21 lecciones para el siglo XXI”) Y.N. Harari

“Si como desean los economistas, ponemos de nuevo en el mismo lugar los procesos económicos de consumo y circulación -que han provocado el virus- dentro de tres años habrá un nuevo virus y habrá que empezar todo de nuevo  o bien cambiamos la manera de vivir. Ese es el debate filosófico y político para decidir qué dirección tomaremos”. (Cyrulnik)

¿Servirá todo esto para que aprendamos algo? Albert Einstein manifestó en cierta ocasión: “Fundamentalmente he aprendido solo dos cosas:

Una: que el universo se expande permanentemente hacia el infinito. Otra: que la estupidez humana también.

Sobre la primera aún tengo alguna duda”.

 

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