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jueves, 29 de julio de 2021

La causa de la causa

 Redes Cristianas

Jaime Richart, antropólogo y jurista

Desde hace un tiempo están produciéndose catástrofes de toda clase, alteraciones súbitas o progresivas de las temperaturas en las distintas regiones del planeta, principalmente incrementos pero también descensos bruscos, corrimientos de tierras, inundaciones, incendios, ciclones, maremotos y toda clase de desastres en países, territorios y lugares donde desde hace mucho tiempo que no se producían, etc.

Incluso he leído hace un par de días que las inundaciones de China no sobrevenían allí desde hace 1000 años; algo que me cuesta creer porque eso requiere mantener archivos que es difícil puedan seguir existiendo desde entonces o haberse transmitido por tradición oral, algo que también se presta a la deformación. Pero bien, en efecto, todos esos desastres son siempre.

Y algunas mentes que pasan por despejadas arguyen que, siendo esos cataclismos de siempre, nada prueban al respecto del cambio climático. Y pasan a explicar “científicamente” los mecanismos que intervienen en los procesos desastrosos: embolsamientos de aire frío o caliente en las capas de la atmósfera, desvíos del curso habitual de los vientos, bajas o altas presiones conectadas a los embolsamientos, éste es otro ciclo más, etc. etc. Y con eso está todo dicho.

No hay por qué preocuparse. Y consecuencia de ese razonar, el ser humano, por si fuese poca la basura la recibida por la atmósfera desde que empezó la Era industrial, no tiene motivos para no seguir lanzando millones de toneladas de más basura a la biosfera. Es decir, nada de su conducta en relación a la Naturaleza y al planeta Tierra que se le ha quedado pequeña, es preciso rectificar…

El caso es que las explicaciones minuciosas sobre todos los fenómenos físicos, meteorológicos y atmosféricos son exhaustivas. Algo acorde con la psicología y la mentalidad de estos tiempos que se caracterizan por muchas cosas, y una de ellas es la remarcadísima inclinación del ser humano y principalmente el occidental, a darle a todo una explicación científica, médica, física, química.

Bien con dos palabras, bien agotadora. Y es que el ser humano de hoy, la ciencia de hoy, lo sabe todo, cree saberlo todo. Nada hay fuera de su conocimiento, y tampoco de su control. Por eso a muchas otras mentes no tan despejadas pero guiadas por el más puro instinto, a menudo un guía más seguro que la razón, no nos extraña que detrás del clima, de las pandemias, de toda serie de desastres en espacios convertidos de la noche a la mañana en desiertos, esté también el ser humano.

A nosotros nos llaman conspiranoicos o negacionistas. Pero eso es porque somos contumaces. No creemos que el ser humano lo sepa todo pese a darle a todo explicación, ni que no haya nada que se le resista. Por eso nos parece una barbaridad que siga lanzando sin cesar a la biosfera cantidades infinitas de partículas contaminantes y de gases infinitos para un volumen finito, el de la biosfera, cuya medición no sé si es posible calibrar pero desde luego ha de ser, por ser finito, necesariamente mensurable.

Hay una obra magistral de un periodista norteamericano, Charles Fort, que en 1919 publicó un libro titulado “El libro de los condenados”, un compendio de hechos y sucesos naturales asombrosos, algunos de ellos espeluznantes, a los que los periódicos de todo el mundo daban respuestas simples (la mentira se distingue de la verdad porque no es compleja) despachadas con noticias y explicaciones peregrinas en los periódicos, de científicos. Pero de científicos no alejados del poder, no de otros muy alejados del mismo que los consideraban desde otra óptica muy diferente. En eso consiste el interés del libro…

Sea como fuere, las señales de los estertores de la Naturaleza tal como la hemos conocido y vivido los octogenarios, son suficientemente abrumadoras como para desconfiar por completo de la inteligencia de “el hombre”. Pues su incapacidad de anticipación, es decir, para prever las consecuencias de su incesante comportamiento productivo, de fabricación de “cosas”, cegado su entendimiento por la “necesidad económica” del beneficio sin límites, y su ingenua o maliciosa tendencia a negar los efectos desastrosos de ese comportamiento, han llevado a la humanidad a un callejón sin salida. Ninguna de las diez o doce Cumbres del Clima han dado resultado hasta la fecha. Pero aunque se consiguiese algún resultado, ya es tarde.

Porque dar respuesta a las causas inmediatas de un hecho, sea social sea natural, es ignorar la causa de la causa. Cuando a un anciano se le explora su organismo y se le detectan disfunciones en alguno o varios de sus órganos, no cabe duda de que no faltarán explicaciones médicas, científicas y exhaustivas. Esta sociedad humana tácitamente se considera a sí misma mágica y completa. Y nada se le resiste a darle explicación. Se niega a reconocer su ignorancia en los.términos del sabio que lo es porque sabe cuánto ignora… Sin embargo los profanos en ciencia pero duchos en filosofía de la vida sabemos que detrás de las explicaciones médicas, científicas, dadas a la causa de la disfunción está la causa de la causa: es decir, la vejez, el desgaste natural de los órganos vitales…

Y lo mismo pensamos y decimos a propósito del clima. Una cosa es que una serie de fenómenos recientes tengan muchos precedentes, y otra que eso sirva para negar el cambio climático pese a haber subido la temperatura de la Tierra no sé cuántos grados, pese a estar derritiéndose los polos, pese a escasear cada vez más las precipitaciones y el agua potable a pesar de lluvias torrenciales en territorios que prácticamente no las conocían, pese a haber aparecido de repente un virus, natural o sintético que viene trayendo al mundo y al ser humano de cabeza. Por eso, muchísimas gentes del mundo nos conformaríamos con que siempre que cualquier clase de poder afirme algo categóricamente y a menudo con ampulosidad y estridencia acerca de hechos y sucesos biológicos o naturales, tuviese la humildad de expresar, aparte de la causa inmediata de los mismos, la causa de la causa: la entropía, la saturación de la atmósfera, los estertores de la biosfera. Pues si lo ven así, como el buen investigador del crimen al que enseguida le llega a la cabeza la famosa pregunta ¿quid prodest, ¿a quién beneficia el crimen?, nos quedarían esperanzas. De otro modo, no.

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