RELIGIÓN DIGITAL
Una tarde de agosto de 2014, me cuenta Pilar, recibimos una llamada desde Irak que transformó todo. Nunca olvidaré cómo comenzó la conversación: “¡¡¡Mamá, están cortando cabezas!!!”. Fue así como ella y Carlos, su marido, se enteraron de que en Erbil se estaba produciendo un drama. “Mamá, son personas y familias que están a 20 kilómetros de aquí, de la capital. Huyen a las montañas y dejan todo atrás porque los persiguen, matan y -reiteró horrorizada- les cortan las cabezas”.
Quien así se expresaba telefónicamente era Teresa, su hija. Se encontraba allí realizando las prácticas de fin de carrera en un banco con sede en “la Dubai del Kurdistán”, como se la llama últimamente. Había ido los meses de julio y agosto para conocer otra cultura, otra gente, totalmente diferente, pobre, pero con ganas de salir adelante y montar granjas o pequeños negocios gracias a los microcréditos. Irak no era un país estable y seguro. Ninguno de sus compañeros lo había aceptado como destino. A ella, con 22 años, le había gustado el reto.
Es cierto que no le inquietaba tanto el trato que, por ser mujer, presumiblemente recibiría, cuanto el conflicto en el que parecía estar sumido un país desgastado por cuatro décadas de guerras y violencia casi continua. Pero también es cierto que los tutores y profesores de la Universidad le habían dicho que ya no había problema; y también los responsables del banco. Ello no había obstado para que, Teresa y sus padres, se informaran por su cuenta.
Erbil era la capital política y económica de la región autónoma del Kurdistán, en el norte; el lugar en el que se controlaba el 40 % de las reservas del petróleo de Irak, la segunda nación productora del mundo. Por eso, no les extrañó saber que había experimentado un desarrollo meteórico después de la invasión liderada por Estados Unidos y el Reino Unido con el apoyo de España en 2003 ni que, desde entonces, fuera una ciudad bastante segura.
Quizá, por eso, se quedaron horrorizados cuando el Estado islámico (ISIS o también Dáesh) se apoderó, encontrándose Teresa allí, de la llanura de Nínive. Fue entonces cuando decenas de miles de cristianos tuvieron que huir de Mosul y Bagdad buscando refugio apresuradamente en las iglesias, jardines públicos y edificios sin terminar de Anikawa, un antiguo pueblo cristiano, a veinte kilómetros de Erbil. Allí y en sus alrededores se estaba desarrollando la tragedia de la que era testigo Teresa y que ni ella ni sus padres lograban explicarse.
“¿A quiénes persiguen?, preguntaron Pilar y Carlos, ¿a los kurdos, a los occidentales, a gente normal?”. “A los cristianos”, logró balbucir su hija. “¿A los cristianos? ¿En pleno siglo XXI?”. “Yo me había imaginado -me comenta su madre- a los mártires en el circo romano, pero nada así en nuestros días”. Teresa no salió del banco durante tres o cuatro días. Siguió las noticias por la prensa y también por los compañeros de trabajo hasta que la entidad bancaria decidió evacuarla a Jordania, visto que la situación se recrudecía.
Después se enteraron, como yo, de la existencia -desde hace siglos- de dos almas en lo que Philip Jenkins denomina “la interacción entre el cristianismo y el islam”: la que apuesta, como así sucedió durante el régimen de Saddam Hussein (1979-2003), por una pacífica coexistencia bajo la tutela de una autoridad políticamente musulmana y la que viene decantándose por una persecución y destrucción del cristianismo de tal calibre y crueldad que los especialistas se han visto en la obligación de acuñar una nueva palabra: la de genocidio.
Las religiones, sentencia el mismo Jenkins, pueden enfermar y decrecer, pero nunca mueren por propia iniciativa. Por eso, hay que matarlas. Es lo que explicaba la tragedia de aquel verano de 2014. Ni a ellos ni a mí se nos escapaba que esta tragedia, recrudecida desde entonces, era otra consecuencia (y no, la menor) de la maldita guerra de 1991. Era, como ya entonces se indicó, el precio de sangre que se seguía pagando por el petróleo; sangre que, en este caso, era la de los cristianos y otras minorías.
Supongo que éste es, junto con el de Lampedusa, el segundo de los “viajes-denuncia” del Papa Francisco. Si el primero de ellos, a los pocos días de ser elegido, puso en el mapa la dramática situación de los migrantes en el Mediterráneo y en otras partes del mundo, en éste lo son los cristianos martirizados en Oriente Medio y silenciados en Occidente. De dicho viaje retengo, de manera particular, su mano tendida y su búsqueda de entendimiento, consciente de que es una utopía, insoportable provocación para los fundamentalistas, pero, a la vez, motivo de esperanza para las minorías perseguidas. He aquí el corazón de este singular viaje, culminado el 7 de marzo en el estadio de fútbol de Erbil.
“El Papa, me confía Pilar, ha ido a una zona peligrosa. Sé que es una visita que ha confortado a mucha gente. Y sé que, porque te llega al corazón, no se paga con nada”.
¡Olé por Francisco!
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