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viernes, 5 de abril de 2019

EL PAPA DE ROMA 'BENDICE' EL ISLAM MODERADO DEL GRAN COMENDADOR DE LOS CREYENTES

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"No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones". El Papa Francisco conoce y comparte el viejo aforismo acuñado por el otrora teólogo rebelde alemán, Hans Küng. Por eso, desde su llegada al pontificado y tras convertirse en poco tiempo en el principal líder moral del planeta, intenta invertir todo su capital simbólico en promover la paz, creando puentes entre las religiones. No en vano, se llama Sumo Pontífice (el máximo hacedor de puentes).
Para Francisco, el diálogo interreligioso no es una frase teórica, sino uno de los objetivos prioritarios de su pontificado. Desde su visón poliédrica de la realidad, está absolutamente convencido de la bondad de la pluralidad religiosa. Ya han pasado los tiempos de las cruzadas. Ya no hay anatemas papales contra las otras dos religiones del Libro, el Judaísmo y el Islam, ramas del mismo tronco, que hunde sus raíces en el Padre Abraham.
En Marruecos, patria del Islam moderado, quiso dar un paso más en su lucha por acabar con el fundamentalismo, lacra de todas las religiones y que se manifiesta con especial virulencia en los diversos credos, según las épocas. La nuestra, especialmente marcada por el radicalismo de algunas musulmanes que, como antes los católicos o los protestantes, utilizan el nombre de Dios en vano.
Francisco quiere firmar con el Rey De Marruecos algo parecido al ya histórico 'Documento sobre la hermandad humana por la paz mundial y la convivencia común', rubricado, hace unos meses, en Abu Dhabi por el Papa y el Gran Imán de Al Azhar, Ahmed Al-Tayeb. Porque el Islam no tiene un sólo Papa, sino diferentes cabezas religiosas.
Una de ellas y de las más importantes es Sidi Mohammed ben el-Hassan ben Mohammed ben Youssef el- Alaoui (Mohamed VI), que, además del decimoctavo rey de la dinastía alauí que reina en Marruecos desde 1666, es Comendador de los Creyentes (Amir al Muminin), el Reunificador y el Salvador, cargos que recoge la Constitución marroquí y que emanan del hecho de ser el 36º descendiente en línea directa de Mahoma.
El deseo papal de acercamiento a este Islam moderado, que capitanea el Rey de Marruecos, quedó patente desde el mismo momento en que puso pié en el país, con su visita a Mohamed VI, a las autoridades en la explanada de la Mezquita de Hassan II, al mausoleo de Mohamed V y al Instituto de los Imanes y predicadores.
Con excelentes resultados. Dos de las últimas teocracias del mundo se dan la mano y se comprometen a caminar juntas en busca de la concordia, la hermandad y la paz de los auténticos seguidores de Dios.
Porque la paz entre las religiones es la única salida para instaurar en África el reinado de los derechos humanos, que permitan el despegue económico y el final de la globalizada cultura de la indiferencia, que condena a los africanos, árabes y subsaharianos, a arriesgarse a perder la vida en el cementerio del Mediterráneo, para alcanzar el sueño dorado del pan ganado con dignidad.
Papa y emigrantes
Y para dejarlo bien claro, Francisco quiso encontrarse con los emigrantes también el primer día de su estancia en Marruecos. Un país que emigra, pero que, al mismo tiempo, sirve de 'stopper' a la rica Europa, para detener los flujos migratorios o, al menos, ralentizarlos. Porque nadie (ni la opulenta Europa) es capaz de poner puertas al mar de los sueños de los pobres.
Allí, rodeado de los subsaharianos que le quieren como un padre y le respetan como el Gran Anciano, vuelve a erigirse en su abogado defensor y vuelve a proclamar que a la marea de los descamisados africanos no la pararán ni las "barreras" con concertinas ni "la difusión del miedo", sino la valentía de la mano tendida.
En una sencilla sala, muy alejada de la pompa de las estancias reales marroquíes, Francisco, casi emocionado, volvió a ofrecerles a los "exiliados como Cristo" cuatro verbos, como cuatro tablas de salvación, para asirse a ellas: "Acoger, proteger, promover e integrar". Con sus correspondientes concreciones prácticas y políticas.
El Papa sabe que la actual dinámica mundial se opone con perros, abusadores, mafias que comercian con su carne, alambradas y el cementerio del mar a la dinámica de la mano tendida que él propone. Pero sigue clamando en el desierto y despertando las conciencias.
Porque está convencido de que toda persona tiene derecho a emigrar o a no emigrar, tiene "derecho a sus sueños y a un futuro digno". Y por eso, el Papa de los pobres se romperá el alma hasta el final
El Papa concluye su visita a Marruecos con una eucaristía ante 10.000 personas en Rabat
Como en todos sus viajes, el Papa concluye su visita a Marruecos con una eucaristía en el complejo deportivo Príncipe Moulay de Rabat, que los cristianos del país llenan hasta la bandera. Mientras esperan la salida del Papa, unos 10.000 fieles cantan y gritan. En la homilía, el Papa da las gracias a los cristianos marroquíes por "dar testimonio del Evangelio de la misericordia" y les pide que nunca caiigan en la tentación de "creer en el odio y la venganza como formas legítimas de brindar justicia de manera rápida y eficaz".
“Toda la Iglesia de Marruecos se reúne en torno al Papa Francisco, servidor de esperanza”, anuncia en español una comentarista de la ceremonia.
Un altar sobrio, estilo árabe, presidido por una sencilla cruz y una imagen de la Virgen negra con el Niño.
La primera lectura, leída en español, del libro de Josué.
Salmo responsorial: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”
La segunda lectura, en árabe, es de la carta de Pablo a los Corintios: “Hermanos, el que es de Cristo es una criatura nueva...”
Lectura del Evangelio de Lucas en el pasaje de la parábola del hijo pródigo.
Así el evangelio nos pone en el corazón de la parábola que transparenta la actitud del padre al ver volver a su hijo: tocado en las entrañas no lo deja llegar a casa cuando lo sorprende corriendo a su encuentro. Un hijo esperado y añorado. Un padre conmovido al verlo regresar.
Pero no fue el único momento en que el padre corrió. Su alegría sería incompleta sin la presencia de su otro hijo. Por eso también sale a su encuentro para invitarlo a participar de la fiesta (cf. v. 28). Pero, al hijo mayor parece que no le gustaban las fiestas de bienvenida, le costaba soportar la alegría del padre, no reconoce el regreso de su hermano: «ese hijo tuyo» afirmó (v. 30). Para él su hermano sigue perdido, porque lo había perdido ya en su corazón.
En su incapacidad de participar de la fiesta, no sólo no reconoce a su hermano, sino que tampoco reconoce a su padre. Prefiere la orfandad a la fraternidad, el aislamiento al encuentro, la amargura a la fiesta. No sólo le cuesta entender y perdonar a su hermano, tampoco puede aceptar tener un padre capaz de perdonar, dispuesto a esperar y velar para que ninguno quede afuera, en definitiva, un padre capaz de sentir compasión.
En el umbral de esa casa parece manifestarse el misterio de nuestra humanidad: por un lado, estaba la fiesta por el hijo encontrado y, por otro, un cierto sentimiento de traición e indignación por festejar su regreso. Por un lado, la hospitalidad para aquel que había experimentado la miseria y el dolor, que incluso había llegado a oler y a querer alimentarse con lo que comían los cerdos; por otro lado, la irritación y la cólera por darle lugar a quien no era digno ni merecedor de tal abrazo.
Así, una vez más sale a la luz la tensión que se vive al interno de nuestros pueblos y comunidades, e incluso de nosotros mismos. Una tensión que desde Caín y Abel nos habita y que estamos invitados a mirar de frente: ¿Quién tiene derecho a permanecer entre nosotros, a tener un puesto en nuestras mesas y asambleas, en nuestras preocupaciones y ocupaciones, en nuestras plazas y ciudades? Parece continuar resonando esa pregunta fratricida: acaso ¿soy guardián de mi hermano? (cf. Gn 4,9).
En el umbral de esa casa aparecen las divisiones y enfrentamientos, la agresividad y los conflictos que golpearán siempre las puertas de nuestros grandes deseos, de nuestras luchas por la fraternidad y para que cada persona pueda experimentar desde ya su condición y dignidad de hijo.
Pero a su vez, en el umbral de esa casa brillará con toda claridad, sin elucubraciones ni excusas que le quiten fuerza, el deseo del Padre: que todos sus hijos tomen parte de su alegría; que nadie viva en condiciones no humanas como su hijo menor, ni en la orfandad, el aislamiento o en la amargura como el hijo mayor. Su corazón quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2,4).
Es cierto, son tantas las circunstancias que pueden alimentar la división y la confrontación; son innegables las situaciones que pueden llevarnos a enfrentarnos y dividirnos. No podemos negarlo. Siempre nos amenaza la tentación de creer en el odio y la venganza como formas legítimas de brindar justicia de manera rápida y eficaz. Pero la experiencia nos dice que el odio, la división y la venganza, lo único que logran es matar el alma de nuestros pueblos, envenenar la esperanza de nuestros hijos, destruir y llevarse consigo todo lo que amamos.
Por eso Jesús nos invita a mirar y contemplar el corazón del Padre. Sólo desde ahí podremos redescubrirnos cada día como hermanos. Sólo desde ese horizonte amplio, capaz de ayudarnos a trascender nuestras miopes lógicas divisorias, seremos capaces de alcanzar una mirada que no pretenda clausurar ni claudicar nuestras diferencias buscando quizás una unidad forzada o la marginación silenciosa. Sólo si cada día somos capaces de levantar los ojos al cielo y decir Padre nuestro podremos entrar en una dinámica que nos posibilite mirar y arriesgarnos a vivir no como enemigos sino como hermanos.
«Todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31), le dice el padre a su hijo mayor. Y no se refiere tan sólo a los bienes materiales sino a ser partícipes también de su mismo amor y compasión. Esa es la mayor herencia y riqueza del cristiano. Porque en vez de medirnos o clasificarnos por una condición moral, social, étnica o religiosa podamos reconocer que existe otra condición que nadie podrá borrar ni aniquilar ya que es puro regalo: la condición de hijos amados, esperados y celebrados por el Padre.
«Todo lo mío es tuyo», también mi capacidad de compasión, nos dice el Padre. No caigamos en la tentación de reducir nuestra pertenencia de hijos a una cuestión de leyes y prohibiciones, de deberes y cumplimientos. Nuestra pertenencia y nuestra misión no nacerá de voluntarismos, legalismos, relativismos o integrismos sino de personas creyentes que implorarán cada día con humildad y constancia: venga a nosotros tu Reino.
La parábola evangélica presenta un final abierto. Vemos al padre rogar a su hijo mayor que entre a participar de la fiesta de la misericordia. El evangelista no dice nada sobre cuál fue la decisión que este tomó. ¿Se habrá sumado a la fiesta? Podemos pensar que este final abierto está dirigido para que cada comunidad, cada uno de nosotros pueda escribirlo con su vida, con su mirada y actitud hacia los demás. El cristiano sabe que en la casa del Padre hay muchas moradas, sólo quedan afuera aquellos que no quieran tomar parte de su alegría.
Queridos hermanos, quiero darles las gracias por el modo en que dan testimonio del evangelio de la misericordia en estas tierras. Gracias por los esfuerzos realizados para que sus comunidades sean oasis de misericordia. Los animo y aliento a seguir haciendo crecer la cultura de la misericordia, una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea su sufrimiento (cf. Carta ap. Misericordia et misera, 20). Sigan cerca de los pequeños y de los pobres, de los que son rechazados, abandonados e ignorados, sigan siendo signo del abrazo y del corazón del Padre.
Que el Misericordioso y el Clemente —como lo invocan tan a menudo nuestros hermanos y hermanas musulmanas— los fortalezca y haga fecundas las obras de su amor.
Saludo final del Papa
A la conclusión de esta Eucaristía, deseo nuevamente bendecir al Señor que me ha permitido realizar este viaje para ser, ante ustedes y con ustedes, servidor de la Esperanza.
Agradezco a Su Majestad el Rey Mohammed VI su invitación, como también a las Autoridades y todas las personas que han colaborado para el buen desarrollo de este viaje.
Gracias a mis hermanos en el episcopado, los Arzobispos de Rabat y Tánger, como también a los sacerdotes, religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos que están aquí en Marruecos como servidores de la vida y de la misión de la Iglesia. Gracias a ustedes, queridos hermanos y hermanas, por todo lo que han hecho para preparar este viaje y por todo lo que hemos podido compartir desde la fe, la esperanza y la caridad.
Con estos sentimientos de gratitud, deseo nuevamente animarlos a perseverar en el camino del diálogo con nuestros hermanos y hermanas musulmanas y a colaborar también a que se haga visible esa fraternidad universal que tiene su fuente en Dios. Que sean aquí los servidores de la esperanza, que el mundo tanto necesita.
Y, por favor, no se olviden de rezar por mí.

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