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lunes, 15 de octubre de 2018

¿Franco en la catedral de la Almudena?

José Arregi
José Arregui1
Si miráramos la realidad con ojos limpios, apenas nos importaría que los huesos de Franco se enterraran en la sierra del Guadarrama, en el monte del Pardo o en cualquier cornisa del río Manzanares. Pero deseos y temores distorsionan la mirada, perturban las emociones y de cuestiones banales hacemos dramas, mientras pasamos de largo junto al herido del camino, como el sacerdote y el levita de la parábola de Jesús.

Nuestro cerebro, creación maravillosa pero aún inacabada de la evolución, hace que las cosas no nos parezcan simplemente lo que son –formas abiertas del Absoluto universal–, sino lo que desearíamos que fueran o tememos que sean. De todo hacemos un símbolo, no solo de lo Real Invisible, del Infinito bueno, sino también, y más a menudo, del fantasma de nuestros sueños y miedos. El sufrimiento que se sigue de ello no tiene fin: ambición y tiranía, odio y venganza, guerras y cruzadas.
La capacidad simbólica hizo que se construyera en el Guadarrama la basílica y el monasterio del Valle de los Caídos –solo los caídos del lado de Franco– bajo una cruz de 150 metros de altura, y se edificara en el Pardo el palacio del Caudillo dictador, y se acabara erigiendo en la cornisa del Manzanares la catedral de Madrid, junto al Palacio Real y muchos edificios señoriales de la capital del Reino de España. La basílica, la cruz y el palacio, el monasterio y la catedral son símbolos de la patria de los vencedores y de su Iglesia nacional-católica. Y del terrible destino de los vencidos. La capacidad simbólica es la fuente de nuestras obras más sublimes, pero también la causa de nuestras creaciones más siniestras. ¡Pobre humanidad!
Por eso es inaceptable que los huesos o la momia de Franco sean honrados en el Valle de los Caídos, construido por el trabajo forzado de millares de presos, en “un lugar perenne de peregrinación –según reza el decreto fundacional–, en que lo grandioso de la naturaleza ponga un digno marco al campo en que reposan los héroes y mártires de la Cruzada”. Es indigno de la memoria de todos los caídos que se honre a los vencedores que “dieron su vida por Dios y por la Patria” –pobres víctimas al fin y al cabo– y se humille a los vencidos, doblemente víctimas, en un lugar convertido en “el signo social del nuevo Estado nacido de la Victoria”. Penosa retórica.
Por la misma razón, sería inaceptable que la tumba de Franco sea trasladada a la cripta de la Catedral de la Almudena. Y resulta difícil comprender la argumentación del arzobispo de Madrid, el cardenal Osoro: “Yo no puedo oponerme al derecho que tiene la familia de sepultarle en la cripta, que no es la catedral. En la cripta hay una propiedad de la familia Franco y como cualquier cristiano tiene derecho a poder enterrarse donde crea conveniente”. No sé qué dirán el Derecho y los jueces, pero el arzobispo de Madrid no puede hablar así en nombre de la Iglesia que dice representar.
Por de pronto, la cripta forma parte del mismo conjunto arquitectónico y simbólico de la catedral, supuesta casa de toda la comunidad cristiana de Madrid. En cuanto a Franco, es todo menos “cualquier cristiano”: es la figura de un dictador, responsable mayor de una encarnizada guerra civil con centenares de miles de muertos, y el icono de una Iglesia aliada, Iglesia de reyes, condes, duques, marqueses y gentes que han podido pagarse 200.000 euros por un panteón en esa cripta. No es la Iglesia de todos, no es la Iglesia de Jesús.
Tampoco fue Francisco Franco, en realidad, el responsable verdadero de su Cruzada mortífera. Fue su figura, el ficticio papel político-religioso que le adjudicaron y que él asumió por error. Y su memoria no podrá descansar de verdad mientras no se la libere del mundo imaginario que le asignaron y se asignó erradamente. Ni podrán vivir en paz sus familiares y partidarios mientras sigan reivindicando sus trofeos de guerra.
Y esto mismo vale para todos. Nadie podremos vivir en paz mientras sigamos obsesionados con un panteón. Mientras no nos liberemos de nuestras derrotas y rencores y deseos de revancha. Mientras no ensanchemos nuestra capacidad simbólica y nuestra conciencia hasta el Infinito divino al que aspiramos en lo más profundo de nosotros. Mientras no seamos, como somos, “capaces de Dios”.

(Publicado en DEIA y en los Diarios del Grupo NOTICIAS el 14 de octubre de 2018)

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