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sábado, 20 de octubre de 2018

El preparador en España

Redes Cristianas
Jaime Richart,antropólogo  y jurista
La primera condición del librepensador es prescindir de todo prejuicio. Liberarse en lo posible de las ataduras que las numerosas capas de culturización que desde la cuna han ido cubriendo su mente virgen atenazando su pensar, su primer y casi único manda­miento. En el librepensador no hay mons­truos de la razón. Si acaso, cuando piensa y es­cribe puede encontrarse bajo el efecto de una crisis emo­cio­nal de melancolía o de creativi­dad. Pero si además de li­bre­pensa­dor es humanista, y entiendo que ambos sustan­tivos son sinó­nimos, su propósito es cuestionar todo con­venciona­lismo cultural y social que no pro­venga del res­peto y ad­hesión a los principios recogidos en la Declara­ción de los dere­chos del Hombre y del Ciudadano, de 1795, y en la Decla­ración Universal de los Derechos del Hombre, de 1945.
Todo lo demás, toda otra afirmación so­bre cuestiones socia­les y cultura­les podrá tener sentido para un círculo  cultural o intelectual concreto, incluso podrá impo­nerse a los círculos o pensamientos colindan­tes física, territorial o moralmente por razones pragmáti­cas o de afinidad entre culturas y proxi­midad de intereses comunes, podrá ser solip­sista, pero si no  es universal, si su escritura carece de valor universal, difícil­mente será un razonar librepen­sante…

La idea del librepensador es propositiva, formula toda idea como proposición, si se quiere como sugerencia, pero en modo alguno como aserto. Será filosófica, didáctica o mo­ral, o incluso banal, pero sin propósito de adoctrinar a las concien­cias. Pero siempre está presente un implícito interés moralizante de divulgar, cultivar y ahondar los prin­cipios éti­cos universales de las dos Declaraciones uni­versales huma­nistas. Su idea, sus ideas son la destilación de un diá­logo, de una partida de ajedrez consigo mismo tras otra en cuantos temas aborda. Por lo que el único verbo que con­juga es relativizar. Proscribe todo abso­luto, toda rotundi­dad, toda categoría, todo apodíctico (lo “necesariamente verdadero”) que sólo existe si acaso en la teología cristiana. Gravita exclu­sivamente en torno a la idea central de que cada ser humano, sea cual fuere su con­dición social y carác­ter, es igual a otro y que por consi­guiente es su semejante; que nadie merece más respeto y de­ferencia que los que per­sonalmente se ha ga­nado el indi­viduo por sus acciones no­bles o creativas, que viene a ser lo mismo, y el reconoci­miento ajeno si concurre una es­pecial circunstancia de or­den práctico pero coyuntu­ral. Siempre orientado a propi­ciar el consenso colectivo, el con­tento y el bien común, el li­brepensador empieza pen­sando en los desposeídos…

Dicho lo anterior, que nadie espere del librepensador ideas y reflexiones presididas por el respeto a otras ideas, a perso­nas, o instituciones por el hecho de ser o pasar por no­tables. Su declaración personal de intenciones tácita a la hora de plasmar las ideas resultantes en completa libertad de pensa­miento, pasa por desvincularse de toda obliga­ción material o moral que no provenga de los principios in­forma­dores de su persona y carácter. Es profunda­mente so­lipsista.

Ya sé que pensar por cuenta propia dejando a un lado todo prejuicio no sólo provoca la enemiga de tantos que si­guen las directrices marcados por otros, y tampoco garan­tiza la con­secución de la verdad que asimismo no existe salvo en apariencia. Pero también sé por experiencia propia que la sen­sación de íntima libertad que experi­menta el librepensa­dor está próxima a un estado interme­dio entre la excitación neuronal y la serenidad que las reli­giones monoteístas pro­meten a sus epígonos ingenuos…
Pues bien, desde el librepensamiento es preciso conmocio­nar a las conciencias con la idea de que sólo cuando Es­paña se li­bere del peso muerto y de la tiranía de la religión vati­cana, como Inglaterra y Alemania y luego parte del mundo se libe­raron del yugo de esa institu­ción y de sus abe­rracio­nes en pasados siglos: sólo cuando España vea en la monar­quía restau­rada una barrera infranqueable que di­vide a la so­cie­dad profundamente, una monar­quía que no ha puesto el me­nor empeño desde su restauración en acreditarse y ga­narse al pueblo, y sólo cuando España se li­bre del influjo ne­fasto de la concepción global de la dicta­dura pasada apli­cada al presente histórico… estará en condi­ciones de entrar en la postmodernidad

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