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jueves, 18 de octubre de 2018

AMBAZONIA, LA GUERRA CIVIL DE LA QUE NO SE HABLA


col yzuel

Es posible que no les suene esta palabra, pero para 7 millones de anglófonos en Camerún y más de un millón en la diáspora se está convirtiendo en sinónimo de esperanza. ¿Será Ambazonia el nuevo estado africano independiente que les traiga la libertad y la justicia?
También es posible que no sepan que en los últimos dos años, cientos de cameruneses de las provincias del noreste y el sureste han perdido la vida por la represión militar del gobierno, presidido desde hace 43 años por el sátrapa Paul Biya. Mientras las milicias independentistas, formadas mayormente por jóvenes pobres y mal armados, atacan al ejército camerunés con tácticas guerrilleras, miles de refugiados comienzan a llegar a la vecina Nigeria.
La historia del conflicto, como tanta sangre vertida en África, radica en el colonialismo. En la Conferencia de Berlín de 1886, los países europeos se repartieron el pastel africano y el territorio del Camerún pasó a ser una colonia alemana. Tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, Camerún quedó bajo el mandato de la Sociedad de Naciones y se dividió en el Cameroun francés y el Cameroons británico hasta que, después de​ la 2ª Guerra Mundial, la ONU fomentó la independencia africana. Pero, mientras que el Camerún francés se convirtió en un país independiente en 1960, el Camerún inglés tuvo solo dos opciones en el referéndum de autodeterminación: continuar en Nigeria, desde donde había sido administrado por los ingleses, o formar parte de la nueva República del Camerún. La tercera opción, la independencia, que la mayoría deseaba, fue rechazada por los británicos. De allí que, en el referéndum, se dio la paradoja de que la región norte votó por permanecer en Nigeria y la del sur se unió al Camerún para convertirse en la República Federal del Camerún. Y aquí comienzan los polvos cuyos lodos recogemos hoy. Dada la fobia de los franceses al federalismo y su permanente deseo de expansión económica y cultural en el África (¿descolonizada?), no tardó el Camerún en convertirse primero en una república “unida” (1972) y luego, simplemente, en una república (1984), sin más adjetivos, donde los anglófonos perdieron su parlamento, sus instituciones y su posibilidad de influir en el futuro de un país donde eran menos del 22%.
Biya, sostenido por Francia durante más de cuatro décadas como fiel discípulo de la francophonie, se enfrentó en los 90 a las esperanzas de democratización que suscitó en África la desaparición de la URSS. Pero, a través de la represión, la corrupción (Camerún ocupa el puesto 145 de los 176 analizados por Transparencia Internacional en 2018) y la manipulación política supo sortear el creciente descontento anglófono. Las facilidades dadas a las multinacionales para la explotación del petróleo y las grandes selvas le han reportado una buena publicidad subvencionada, además de millones en sus cuentas bancarias. El haber controlado a las milicias de Boko Haram en el norte (aunque con graves denuncias de Amnistía Internacional) le han grajeado cierto respeto por parte de los gobiernos occidentales. La creciente y abrumadora presencia china en el país le ha aportado nuevas alianzas estratégicas.
Frente a esto, en octubre de 2016, abogados, togados y profesores anglófonos marcharon en señal de protesta por la imposición creciente del francés y la desaparición forzosa del último legado británico, símbolo de muchos otros agravios, sobre todo el escaso desarrollo de esta parte del país. Esto degeneró en huelgas generales con muertos y heridos, los niños y jóvenes perdieron un año escolar completo (el actual tampoco no está arrancando), el gobierno interrumpió durante meses las conexiones de teléfono e Internet, se cancelaron derechos civiles… Ante ello, una parte de la población proclamó simbólicamente el estado de Ambazonia el pasado 1 de octubre de 2017 en diversas marchas que fueron mortalmente reprimidas por el gobierno. A partir de 2018, el conflicto se ha intensificado con ataques de ambas partes, tanto de las milicias insurgentes, que, según Amnistía Internacional, han matado a decenas de gendarmes y soldados, como de las fuerzas gubernamentales, que han violado y masacrado a cientos de personas y han quemado aldeas enteras. Las noticias que van llegando pintan un futuro cada día más sombrío. La semana pasada se decretó el toque de queda en Bamenda y su provincia.
Estamos ante el comienzo de una verdadera guerra civil que corre el riesgo de llevarse por delante a decenas de miles de personas y crear una nueva crisis de refugiados (ya hay más de 30.000 en Nigeria). Arden las redes sociales del país y de la diáspora camerunesa, amplificando los ultrajes y generando nuevas violencias en una espiral cada día más incontrolable. En el Parlamento británico se han denunciado este verano acuerdos recientes de explotación de gas natural con Biya que no han tenido en cuenta la violación de los Derechos Humanos en su antigua colonia. Pero, a la vez, Estados Unidos dona aviones militares y entrena a sus tropas (¿sabe Trump que existe otro conflicto que el de radicales islamistas?), refuerza Francia su presencia militar y China extiende su “amigable cooperación” para ampliar influencia y mercados.
¿Y qué dice la Iglesia? Los obispos anglófonos, muy amenazados por el Gobierno, condenaron la larga historia de imposición cultural y política, la represión y la violencia en un Memorándum de diciembre de 2016. Unos meses después llamaron al diálogo en un manifiesto y denunciaron el abuso de la fuerza. Sin embargo, el Gobierno de este país donde más del 40% son católicos y más del 30% son cristianos de otras confesiones, mira a la jerarquía con suspicacia. Existe una larga historia de cartas de los obispos que no han llevado a que Paul Biya (que se confiesa católico) cambiara su política. De hecho, en octubre habrá elecciones presidenciales y Biya vuelve a presentarse como si él siguiera siendo la solución.
Por otro lado, arrecia la violencia contra la Iglesia. Hay crímenes que nunca se han resuelto, como el asesinato de Monseñor Jean-Marie Benoît Bala de la diócesis de Bafia (que apareció ahogado en el río Sanaga en mayo de 2017), el de varios sacerdotes asesinados en este último año en la zona anglófona o el tiroteo sufrido el pasado mayo en la casa del presidente de la Conferencia Episcopal, Samuel Kleda, arzobispo de Duala, tras la publicación de una carta crítica contra el Gobierno. Todo esto se suma a una larga historia de misteriosas muertes: el P. Antony Fontegh, asesinado en Kumbo, en 1990; Monseñor Yves Plumey, arzobispo emérito de Garua, asesinado en Ngaoundéré en 1991; las Hermanas de Djoum, asesinadas en 1992; el P. Engelbert Mveng, asesinado en Yaundé, en 1995; y el P. Joseph Mbassi, muerto en Yaundé en 1998.
En medio de todo, el Cardenal Christian Toumi, arzobispo emérito de Douala, un hombre muy respetado, ha convocado a todos los líderes religiosos y políticos a una “Conferencia General Anglófona” (CGA) en Buea. Esta no ha podido tener lugar este pasado agosto y ha sido pospuesta para el próximo 21 y 22 de noviembre. Muchos ven a la Iglesia como la única capaz de mediar en el conflicto pero, para ello, deberán sentarse a dialogar dos partes que están muy enfrentadas. Para muchos anglófonos no hay ya vuelta atrás: la única solución es la secesión y la creación de Ambazonia.
Fui misionero en Camerún durante nueve años y sufrí en primera persona y en amigos muy cercanos la inseguridad y la represión vividas en los noventa. Mantengo muchos lazos de amistad y solidaridad con un país de quien me considero ciudadano adoptado. Desde mi experiencia, me pregunto: ¿es Ambazonia la solución? No lo sé. Estoy convencido de que Camerún no es todavía un estado fallido, es un país que puede salir adelante y reconciliarse. Está compuesto por gente maravillosa que, con sus más de 200 grupos étnicos, conforma un mosaico intercultural e interreligioso que ha sido hasta hace poco un ejemplo de convivencia. Pero Camerún debe escuchar a una parte de su población que exige el retorno a la federación y una mayor atención a los derechos económicos y libertades civiles y políticas de los anglófonos. Para ello hace falta mucha más presión internacional que la que puede ejercer la Iglesia. Si los países con intereses en la zona no apoyan la CGA y las soluciones democráticas que allí se planteen, difícil será encontrar una salida a la violencia. Si la ONU, que engendró este problema, no interviene pronto para resolverlo, no tengo dudas sobre el enquistamiento bélico y sus terribles consecuencias.
Desde España, hagamos algo más que contar el incremento de cameruneses en las pateras que cruzan el Estrecho de Gibraltar. Cualquier cosa menos seguir en la ignorancia o mirar para otro lado. Que los medios de comunicación hablen de una vez de este conflicto silenciado. Que la Iglesia española, también, conozca y ore por la solución de este problema.

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