Fe Adulta
La comprensión de la diferencia que hay entre “religión” y
“espiritualidad” permite comprender que “existe una alternativa entre el
ateísmo materialista y la religión tradicional, entre la concepción
científico-técnica del mundo y una visión mítica preilustrada”.
Quien así se expresa es el filósofo Feliciano Mayorga, en un libro
que acaba de publicar, en la editorial Kairós, con título provocativo y
sugerente: “El ateísmo sagrado. Hacia una espiritualidad laica”.
Parece innegable que el imaginario colectivo de nuestro entorno
sociocultural se mueve, efectivamente, en un “credo materialista”, cuyo
dogma fundamental afirma que solo existe aquello que podemos
experimentar. Poco importa que tal “creencia” ignore cuestiones hoy
científicamente irrebatibles, como el hecho de que apenas conocemos un
4% de la realidad existente, o que, como se viene afirmando desde la
física cuántica, el origen de la materia es inmaterial. Sabemos bien que
cuando un dogma se asienta en el imaginario colectivo es difícil tomar
distancia del mismo, someterlo a crisis y abrirse a una verdad mayor.
Parece que el cerebro humano justifica con facilidad aquello a lo que
previamente se ha aferrado…, por más que resulte objetivamente
insostenible. Esto suele ocurrir en todo tipo de creencias –en la
religión hay casos notables de dogmas “increíbles”–, y el nuevo “credo”
materialista o cientificista no es una excepción. La ironía consiste en
que el materialismo moderno crítica el dogmatismo religioso y su
carácter mítico, sin ser consciente de sus propios pre-juicios que le
mantienen encerrado en el mismo error de fondo.
Para el cientificismo materialista, todo lo que suene a
espiritualidad solo se sostiene en el delirio narcisista –proyectarse en
lo eterno–, que escapa al control humano. No advierte que lo que
realmente constituye un delirio narcisista es la reducción de la
realidad a lo que puede ser controlado por el ser humano. Este es el
delirio de la razón absolutizada o del racionalismo patológico, causa de
un efecto hipnótico, que obliga a creer que solo existe lo que, bajo
tal hipnosis, es posible percibir. Junto con sus logros extraordinarios
–entre ellos, la emergencia de la “razón crítica”–, esa fue la más
triste y empobrecedora herencia de la Ilustración: la razón fascinó y
hechizó al ser humano, hasta el punto de quedar hipnotizado por ella,
con la consecuencia de no aceptar absolutamente nada que la propia razón
no comprobara.
Nos hallamos así ante una paradoja: por una parte, la no asunción de
la modernidad condena a las personas religiosas a posiciones
fundamentalistas –no parece desacertado afirmar que esa es precisamente
una de las carencias graves de la religión islámica, aunque no solo de
ella–; por otra, su absolutización desemboca en la “cultura chata”,
nihilista, vacía y carente de sentido que parece haberse enseñoreado de
no pocos sectores de nuestra sociedad.
Entre ambas “creencias” –la religión preilustrada y el materialismo
dogmático, dos formas “gemelas” de hipnosis mental–, la espiritualidad
muestra un camino de apertura incondicional a la verdad de lo que somos.
En la auténtica espiritualidad no hay dogmas ni creencias –se valora
la razón y, sin absolutizarla, se la integra y trasciende–, sino
apertura lúcida a la comprensión de lo real. Así, ofrece
“instrucciones”, pautas o caminos para ir más allá de la mente y, de ese
modo, responder adecuadamente a la única pregunta que realmente
importa: ¿Quién soy yo?
Cada vez somos más conscientes que la mente nunca podrá atrapar la
verdad. Por lo que tampoco es capaz de otorgarnos certezas definitivas.
Todo lo que nace de ellas son –no puede ser de otro modo–
“construcciones mentales”, es decir, creencias de todo tipo, religiosas o
no.
Necesitamos, por tanto, aprender a acallar la mente para poder “ver” en profundidad.
Y, dado que no tiene nada que ver con las creencias, la
espiritualidad es transreligiosa, por el simple hecho de que es
transmental. En esta línea, son de agradecer los intentos que están
surgiendo en los últimos años favoreciendo la llamada “espiritualidad
laica” o “espiritualidad atea”. En esta línea, además del libro de
Mayorga, ya citado, y que me ha dado pie a esta reflexión, es obligado
mencionar otros dos:
Marià CORBÍ, Una espiritualidad laica. Sin religiones, sin creencias, sin dioses, Herder, Barcelona 2007.
André COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios, Paidós, Barcelona 2006.
Finalmente, a quien esté interesado en una visión más de conjunto de
toda esta cuestión de la “espiritualidad transreligiosa”, me permito
reenviarle a dos libros míos:
La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2009.
Vida en plenitud. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa, PPC, Madrid 32013.
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