Fernando Díaz Abajo
Nuestro mundo «pone» siempre la navidad antes de tiempo: luces en las calles, adornos, música, escaparates, catálogos de regalos, centros comerciales repletos de gente consumiendo, gastando, caminando hacia una prometida felicidad, hacia esa oferta que dice que si tienes más, gastas más, y estás por encima de los demás, serás feliz, y todo tu mundo será genial. Hay mucho ruido ahí. Demasiado como para poder vivir la verdadera Navidad. Tanto ruido, que nos adormece y nos ensordece. Tanto que, si entramos en esa espiral, perdemos la guía y el camino para llegar a la verdadera Navidad.
Para poder llegar a la Navidad hay que ir por otros caminos menos transitados, más costosos, pero más vitales y con más horizontes. Hay que ir por esos caminos que hemos preparado durante el Adviento, por esos caminos en medio del desierto que, al tiempo que se recorren, piden el esfuerzo de allanarlos, de prepararlos para abajar lo elevado, para allanar lo escabroso, para igualar las desigualdades. No las desigualdades del terreno, que no se trata de hacer un camino cómodo, sino, especialmente, las que hemos establecido entre los seres humanos y los pueblos. Las desigualdades que nos impiden poder celebrar la Navidad que nos iguala fraternamente. A la Navidad solo se llega por caminos que humanicen.
Para poder celebrar la Navidad hay que alejarse de los centros de nuestra existencia. De los centros comerciales por supuesto, pero también de aquellos centros que ocupamos en nuestra vida. Hay que dejar de transitar aquellos caminos que giran, indefectiblemente, en torno a nosotros mismos. Hay que encaminarse vitalmente a esos lugares escondidos, a esos lugares que no se nos ocurriría pensar, a los lugares silenciosos, y tantas veces silenciados, que permitan escuchar el llanto ahogado de un niño recién nacido a las afueras de la gran ciudad, el miedo en cada patera que cruza nuestros mares, el silencio de la cola del paro, las miradas perdidas del hogar sin esperanza, de la vida precarizada…
Hay que encaminar la vida al encuentro de las periferias existenciales que nos humanan en el encuentro con otros buscadores que quieren llegar a encontrar lo mismo: el lugar de vida que habita Dios. Hay que encaminar nuestros pasos a la comunión con aquellos, los pobres, que saben dónde puede ser Navidad.
Para llegar a vivir la Navidad no hace falta mucho bombo ni platillo. Las alegrías más hondas nos suelen dejar sin palabras, en silencio, solo con la alegría que somos capaces de expresar en el abrazo prolongado, en el llanto silencioso, en las manos apretadamente entrelazadas, en la risa naciente, en el pellizco de las entrañas. La alegría de la Navidad es de esas: de las que desbordan en lágrimas tanto tiempo contenidas que se hacen cascada incontenible. Porque la verdadera alegría nace al comprobar –incomprensiblemente– el inmenso amor de Dios por mí, por ti, por cada uno. Nace al comprobar que Dios viene a poner su casa en nuestra vida, en nuestra historia. Nace al darnos cuenta de que Dios nunca nos deja solos y al sentir el humano abrazo de Dios que nos diviniza.
La Navidad verdadera es la que vivimos en esa intimidad de amor que nos desarma, que nos hace postrarnos contemplando con sorpresa la vulnerable necesidad de Dios. Ante la indiferencia universal de una humanidad que sigue mirando otras luces más llamativas, que sigue atrapada y ensordecida, porque ha olvidado amar. Una indiferencia que se resquebrajará si quienes hemos llegado a ese lugar escondido, regresamos a la vida sintiendo aún el beso de Dios.
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