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lunes, 4 de septiembre de 2017

Elogio de la transparencia


José M. Castillo, teólogo

Castillo2Según el Diccionario de la RAE, el término “transparencia” se deriva del adjetivo “transparente”, que, en sentido figurado, indica lo que es claro y evidente.
Esto supuesto, siempre me ha llamado la atención la enseñanza insistente de Jesús en los evangelios sobre la importancia de la transparencia en nuestras vidas, especialmente en la vida de los cristianos. Así como la necesidad de evitar el ocultamiento de tantas cosas, que no queremos en modo alguno que se sepan.
Debo advertir, ante todo, que el problema, que se nos plantea a los cristianos con el tema de la transparencia, no es simplemente el problema de la sinceridad, sino algo mucho más serio. Lo que está en juego, cuando se trata de este asunto, es el problema de nuestra autenticidad. Un cristiano auténtico es una persona transparente. Y si no lo es, por el motivo que sea, es que deja de ser cristiano. Así de serio y de fuerte es el tema y el problema de la transparencia, en el caso del que dice que cree en Cristo y que, por tanto, es cristiano a carta cabal. Si no es transparente, con las creencias y las observancias religiosas, eso no basta.
¿Por qué digo esto? Jesús afirma que los cristianos somos “la luz del mundo” (Mt 5, 14). La luz no se enciende para ocultarla, sino para que la vean todos. Para que vean, ¿qué? “Vuestras buenas obras” (Mt 5, 16). Es decir, vuestra conducta. Con lo que Jesús viene a decir: que no tengáis nada que ocultar en vuestra vida. O sea, que vuestra vida entera sea transparente.
Por esto precisamente, lo curioso y extraño es lo que el mismo Jesús afirma que los cristianos tenemos que ocultar. ¿Nuestra honradez y nuestra bondad? No. Eso lo ve todo el mundo. Lo que tenemos que ocultar son las limosnas que damos (Mt 6, 2-4), los rezos que hacemos (Mt 6, 5-6) y los ayunos o privaciones piadosas que nos impongamos (Mt 6, 16-18). O sea, es justamente lo contrario de lo que tantas veces se hace en la Iglesia. La honradez y la honestidad pisoteadas, se tapan todo lo posible. Porque “los trapos sucios de la madre-Iglesia) se lavan en casa”, no se airean. Y con este argumento, tan poderoso y “evangélico”, se han ocultado, durante siglos, auténticos delitos, que a veces no podemos ni imaginar.
No me quiero hacer pesado. Pero hay un hecho que no me puedo callar. Cuando el evangelio de Juan relata la pasión del Señor, nos recuerda que el sumo sacerdote le preguntó a Jesús qué era lo que había enseñado (“tes didachês autou”) (Jn 18, 19), la respuesta de Jesús fue inmediata y contundente: “ego parresía leláleka tô kósmo”, “He hablado abiertamente al mundo” (Jn 18, 20). La clave es el término “parresía”, que es la libertad para decir todo (“pan, rêsis”). Es la libertad de la que gozan los ciudadanos libres (Demóstenes, Or 111, 3 s). O sea, decir todo lo que hay que decir. Y decirlo con total libertad, sin callarse nada. Es lo que hacían los primeros cristianos de Jerusalén cuando recibían el Espíritu (Hech 4, 28. 31).
Donde no hay plena transparencia no puede estar presente y operante el Espíritu de Dios. Ni, por tanto, en un ambiente así puede estar presente el Evangelio de Jesús. Ni su Iglesia verdadera. Es más, solamente donde se vive este ideal o se lucha por conseguirlo, es posible afirmar con verdad que se ama a la Iglesia, y se sufre por ella y para ella.

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