Hay quienes ya han escrito el final de la historia y prevén
el fracaso de las reformas.
Pero estas previsiones no toman en
cuenta la verdadera mirada del Papa
GIANNI VALENTE. CIUDAD DEL VATICANO. VaticanInsider
¿Lo logrará Papa Francisco? A veces se lo preguntan muchos de los que ven con
agradecimiento su magisterio cotidiano. Entre esperanzas y trepidaciones, sin
respuestas descontadas, encomiendan a un suspiro de oración incluso el deseo de
un tiempo de camino distendido y prolongado, vivido en compañía de un Papa que
ayude a todos a volver a descubrir y saborear día a día la auténtica naturaleza
de la Iglesia. Esa naturaleza de «madre fecunda» que
vive solamente de la «confortante alegría de anunciar el Evangelio», según la
imagen que usó el cardenal Bergoglio en su breve discurso durante las
Congregaciones generales antes del Cónclave. La misma pregunta (pero con un tono
amenazador y aderezado con sonrisitas irrisorias o con poses de analistas de
relieve) se ha convertido en el mantra del que parten casi todas las
consideraciones sobre el actual papado de monseñores superficiales y de grupos
de agentes del «mainstream» mediático-cultural comprometidos en el frente
vaticano.
- La medida mundana empresarial
Las dos perspectivas desde las que se plantea la pregunta predicen escenarios
diferentes. Las digresiones mediáticas sobre el futuro de las reformas que ha
puesto en marcha Papa Bergoglio normalmente no toman en cuenta la naturaleza
propia de la Iglesia como criterio base para juzgar cada una de las decisiones
tomadas, los objetivos esperados ni las perspectivas de fondo. Se aplican
mecánicamente al Papa las categorías y los criterios de análisis reservados a
los administradores delegados contratados para salvar mega-empresas insolventes.
El Pontificado es descrito, de esta manera, como una violenta carrera de
obstáculos, marcada por éxitos «fulgurantes», por los frenazos obligados y los
fracasos «humillantes» del Papa administrador global. La medida mundana
empresarial que se utiliza para interpretar los años de Papa Francisco (los que
ya pasaron y los que el Señor querrá todavía repararnos) es un callejón sin
salida. El frenesí con el que se evalúan los rendimientos y dividendos de cada
una de las operaciones lo deja a uno literalmente sin aliento.
- El discurso del «Papa-héroe solitario»
La reforma narrada como empresa del Papa-héroe solitario en contra de los
males de la Iglesia parece haber sido confeccionada a medida para desembocar
irremediablemente en el poco amable final del propio naufragio. A la merced de
los saboteadores que se exaltan con cada tropiezo, sembrando divisiones y
«dubia» en el pueblo de Dios (para luego decir que el Pueblo de Dios está
dividido y que tiene dudas). Esa narración de la reforma también está cargada
con los narcisismos más o menos interesados de todos los aspirantes a
colaboradores, que venden como apoyo a las decisiones de Bergoglio los libros
sobre las orgías de los sacerdotes, o que amplifican como en un espectáculo la
lucha contra la pederastia y la caridad para las personas sin hogar. Los mismos
que en la actualidad pretenden cada vez más del Papa octogenario podrían
esgrimir dentro de poco el arsenal de los lugares comunes sobre el Papa
«reformista» que pierde batallas y «comienza a desilusionar». Los circunspectos
comentadores que analizan la Iglesia como un juego palaciego de equipos tal vez
ya tienen lista la columna con la que describirán el fracaso del Papa don
Quijote que no pudo lograrlo y que ha perdido su batalla contra los molinos de
viento (de la Curia, de los cardenalones, del oscurantismo clerical, de los
«lobbies» financieros, etcétera).
- ¿Cuál es la reforma que le interesa a Francisco?
Puesta en estos términos, Papa Francisco no podrá lograrlo. Sin embargo, a
pesar de todas las ocurrencias sorprendentes para que su presencia se vuelva
«viral» en las redes sociales, la reforma de carácter mundano empresarial que le
endosan como prueba obligada para entrar al Salón de la fama de los
súper-líderes globales parece fuera de su alcance. En realidad nadie ha dicho
que le interese. Tal vez, teniendo en cuenta las cosas que él mismo dice, el
eventual éxito de una reforma concebida en esos términos y bien lograda podría
parecerle una desgracia. La reforma, tal y como la describen muchos analistas de
cuestiones vaticanas (e incluso uno que otro documento programático), seguirá
siendo un proceso de reestructuración de los aparatos y procedimientos, según
los criterios de la eficiencia funcional. Acredita la imagen de una Iglesia que
cambia y se re-funda con sus fuerzas, con procesos de auto-maquillaje eclesial
copiados de las prácticas de los departamentos que se ocupan de la gestión de
recursos humanos, con una embarrada de fervor postizo sobre la «conversión
misionera que quiere Papa Francisco». Pero el actual Sucesor de Pedro le ha
querido sugerir a todos los que lo escuchan de verdad, y de todas las maneras
posibles, que las auténticas reformas eclesiales se nutren de otra fuente y
tienen objetivos diferentes.
- Las reformas por la salvación de las almas
Desde antes del Cónclave, en el breve discurso que pronunció a sus colegas
cardenales reunidos en las Congregaciones generales, el entonces arzobispo de
Buenos Aires identificó justamente la auto-referencialidad como una enfermedad
de la Iglesia, además del «narcisismo teológico». Y añadió precisamente que al
alejarse de la imagen de la Iglesia mundana y auto-suficiente, «que vive en sí y
para sí misma», se habrían podido sugerir las posibles reformas «que hay que
hacer para la salvación de las almas». El dominico Yves Congar, gran teólogo del
Concilio, constataba hace tiempo que «las reformas logradas en la Iglesia son
las que se han hecho en función de las necesidades concretas de las almas».
También el Concilio Vaticano II propuso y aprobó las reformas con el deseo de
que la luz de Cristo brillara con mayor transparencia sobre el rostro de su
Iglesia: se trataba de escombrar los obstáculos y los pesos inútiles, cambiando
incluso instituciones y prácticas, solamente para resaltar que la Iglesia «no
posee más vida que la de la gracia» (Pablo VI, «Credo del Pueblo de Dios»).
- Un poco de historia
A lo largo de este camino los intentos más eficaces de reformar a la Iglesia
han tratado de hacer más simple la vida cristiana de todos los fieles, con la
disposición a dejar las puertas abiertas a la acción de la gracia de Cristo, sin
menospreciarla ni reducirla a una fórmula ornamental de la fraseología clerical.
En otras ocasiones históricas, cuando se ha impuesto el impulso de «construir» o
reformar la Iglesia concibiéndola como una entidad auto-fundante, capaz de
afirmar la propia relevancia estructurada en los sucesos del mundo, los
reformismos eclesiales pudieron llegar a degenerar en nuevos triunfalismos
auto-complacientes, como demuestra la historia por lo menos desde Gregorio VII
en adelante. Triunfalismos y clericalismos viejos y nuevos pueden parecer
diferentes e incluso contrapuestos, pero todos ellos tienen una raíz común: para
los triunfalistas y los clericales de cualquier calaña, la Iglesia no vive como
reflejo de la presencia de Cristo (que la edifica a cada instante con el don de
su Espíritu), sino que se concibe como realidad material y religiosamente
comprometida en la construcción de la propia relevancia en la historia.
- Hacia dónde dirige su mirada el Papa
Hay dos posibles caminos para los procesos de reforma que han comenzado con
Papa Francisco: el camino mundano empresarial (que se ha tomado debido a los
impulsos y las inercias casi mecánicas de los aparatos) y el camino que no se
rinde a los procedimientos de ingeniería institucional, que deja las puertas
abiertas a la acción eficaz e histórica de la gracia, y que tiene como fuente
efectiva la alegría del Evangelio, la «confortante alegría» de anunciar el
Evangelio («Evangelii gaudium»). La predicación real de Papa Francisco,
sus gestos con los que sugiere a toda la Iglesia la vía de la «conversión
pastoral», dejan intuir sin dudas hacia dónde dirige su mirada el actual Sucesor
de Pedro; mientras continúa confesándose pecador y «falible», no parece
condicionado por ninguna angustia como para cosechar éxitos y entregarlos a las
fauces de los medios y de los críticos que lo culpan de la confusión de
demasiadas «obras en curso». Papa Francisco ha reconocido desde el principio (y
sigue haciéndolo con cada uno de sus gestos) que las cosas no dependen de él.
Que el Señor «primerea», actúa primero.
- El destino de las reformas actuales
Las circunstancias concretas del tiempo vivido en la Iglesia hacen que sea
fácil reconocer que el destino de las reformas «bergoglianas» tampoco depende de
la sagacidad de los proyectos o de las estrategias, sino de la gracia. Tiene que
ver con los años de intenso trabajo que el Padre Eterno querrá otorgarle a Papa
Francisco. Depende de sus sucesores, que podrán tener o no la voluntad para
proseguir por el mismo camino o cambiar de dirección; y depende también de la
eventualidad de que florezcan en el mundo otros pastores, cada uno con
sensibilidad e historia propias, llamados a dilatar, por la gracia, el aliento
de una Iglesia sin espejos, que no se admira a sí misma, que no se curva sobre
sus imperfecciones. Y que sale de sí misma no para hacerle honor a las consignas
sobre la «Iglesia en salida», sino solo para ir al encuentro de Cristo, en los
hermanos y, sobre todo, en los pobres. Por todo ello, la mirada de Bergoglio
puede seguir el camino de las reformas con paciencia y sin angustias,
permaneciendo fiel al principio (tantas veces propuesto por él mismo) de que «el
tiempo es superior al espacio», por lo que conviene poner en marcha y acompañar
procesos, en lugar de ocupar posiciones.
- Una posibilidad para que todos lo ayuden
Mientras incluso sacerdotes y monseñores elevan invocaciones para pedir su
fin terreno, todos los que quieren a Papa Francisco, y que desean favorecer las
reformas que ha comenzado, pueden aprovechar una oportunidad al alcance de
todos: tomarlo seriamente, sobre todo cuando le pide a todos que recen por él.
(María, Madre de misericordia, a él cuídalo tú).
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