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lunes, 20 de marzo de 2017

•Cultura líquida

Gabriel Mª Otalora

Nos vendieron la globalización envuelta en el celofán de la cercanía y la aldea global que nos fortalece, cuando a lo que nos enfrentamos, entre otras cosas, es a la fusión mundial de las culturas, a una uniformidad acrítica. Tras el oropel aparente y gracias a la tecnología, es fácil bombardearnos un estereotipo cultural muy sesgado y homogéneo con el que se busca una uniformidad en la que todos sintamos parecido por razones comerciales. Esto es un ataque frontal a las enseñanzas del Maestro aunque los mismos de siempre lo quieran desligar de todo comportamiento ético y moral, contrario al bien común.

Esta realidad afecta incluso al sentimiento de pertenencia. Todos nacemos en el seno de una cultura y de una lengua que nos transmite una determinada visión del grupo y del mundo a través de unas referencias compartidas. Culturas y lenguas que no son elementos estáticos ni poseen unas fronteras nítidas a la manera de un mapamundi; tampoco son islas, son valores humanos que se entrecruzan y enriquecen. Lo esencial es la voluntad de pertenencia. Pero incluso cuando las presiones globalizadoras intentan la asimilación de culturas en favor de las más fuertes, o el puro exterminio del colectivo más débil, no resulta sencillo erradicar las raíces de un sentimiento colectivo. Se ve con claridad en las dificultades que tiene la actual globalización para laminar los sentimientos nacionales, con o sin Estado.
En definitiva, la presión hacia la máxima uniformidad posible hace que la cultura entendida como cultivación del alma y la mente pierda en su pretensión de desarrollar la espiritualidad y la individualidad libre al afectar seriamente a las diferentes manifestaciones del arte.
El poder económico financiero real ha tomado el control político y de los sistemas culturales. En lo cultural, se vale de la comunicación y de una potente industria cultural ad hoc que impone un modelo elaborado “desde fuera”, a la manera de un producto cultural influyente desde todas las formas posibles: publicidad, medios de comunicación, redes sociales… Altavoces que revalorizan ciertas ideas devaluando sutilmente otras. Así, la cultura de masas se va convirtiendo en un sucedáneo de la vida profunda y creativa llena de significado. Su éxito estriba en la difícil disección entre una cultura y la otra logrando que se imponga, a su favor claro, el grito cierto de que “todo es cultura”.
La pujanza de ciertas industrias culturales están logrando globalizar necesidades iguales que se satisfacen con productos homogéneos equivalentes aunque con apariencia de una oferta individualizada; en realidad, solo se persigue el principio de rentabilidad a través de un consumo masivo como un fin en sí mismo. La cultura consumista en la cual estamos inmersos, nos condiciona en nuestro modo de pensar, sentir y actuar. Influye en las expresiones creativas. En consecuencia, la diversidad como valor de relación y crecimiento tiene cada vez menos cauces de expresión fuera de las minorías.
Se va creando un mismo perfil de consumidor que rentabiliza un tipo de producción cultural que condicione incluso al arte. Leo que el icono del expresionismo abstracto, Mark Rothko, empezó creyendo en el Mercado pero al final de sus días, la desolación se apoderó de él preguntándose si buena parte de su obra no había desembocado en la nadería absoluta, dejándose llevar por las tentaciones de un mercado endemoniado.
Semejante cultura consumista ofrece al público todas las necesidades como si pudiesen ser satisfechas por la industria, al tiempo que se le emplaza al propio usuario como consumidor, como pieza u objeto último del engranaje de la industria cultural prefabricada. Cultura líquida en fin, creada como un sistema de pensamiento homogéneo y acrítico sin miramientos con la riqueza de la diversidad y la creatividad humanas.
En definitiva, es lícito preguntarse cuáles son las consecuencias en la práctica. Preguntarnos si esta estrategia contribuye al desarrollo del individuo o si, por el contrario, favorece a su aislamiento y al deterioro de sus vínculos de referencia. La respuesta es que esta estrategia cultural fagocita la creatividad y constituye un instrumento que favorece la escisión entre la experiencia humana más genuina y creativa y el entorno sociocultural. Poco ético, en cualquier caso.

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