Gabriel Mª Otalora
Nos vendieron la globalización envuelta en el celofán de la cercanía y la
aldea global que nos fortalece, cuando a lo que nos enfrentamos, entre otras
cosas, es a la fusión mundial de las culturas, a una uniformidad acrítica. Tras
el oropel aparente y gracias a la tecnología, es fácil bombardearnos un
estereotipo cultural muy sesgado y homogéneo con el que se busca una uniformidad
en la que todos sintamos parecido por razones comerciales. Esto es un ataque
frontal a las enseñanzas del Maestro aunque los mismos de siempre lo quieran
desligar de todo comportamiento ético y moral, contrario al bien común.
Esta realidad afecta incluso al sentimiento de pertenencia. Todos nacemos en
el seno de una cultura y de una lengua que nos transmite una determinada visión
del grupo y del mundo a través de unas referencias compartidas. Culturas y
lenguas que no son elementos estáticos ni poseen unas fronteras nítidas a la
manera de un mapamundi; tampoco son islas, son valores humanos que se
entrecruzan y enriquecen. Lo esencial es la voluntad de pertenencia. Pero
incluso cuando las presiones globalizadoras intentan la asimilación de culturas
en favor de las más fuertes, o el puro exterminio del colectivo más débil, no
resulta sencillo erradicar las raíces de un sentimiento colectivo. Se ve con
claridad en las dificultades que tiene la actual globalización para laminar los
sentimientos nacionales, con o sin Estado.
En definitiva, la presión hacia la máxima uniformidad posible hace que la
cultura entendida como cultivación del alma y la mente pierda en su pretensión
de desarrollar la espiritualidad y la individualidad libre al afectar seriamente
a las diferentes manifestaciones del arte.
El poder económico financiero real ha tomado el control político y de los
sistemas culturales. En lo cultural, se vale de la comunicación y de una potente
industria cultural ad hoc que impone un modelo elaborado “desde fuera”, a la
manera de un producto cultural influyente desde todas las formas posibles:
publicidad, medios de comunicación, redes sociales… Altavoces que revalorizan
ciertas ideas devaluando sutilmente otras. Así, la cultura de masas se va
convirtiendo en un sucedáneo de la vida profunda y creativa llena de
significado. Su éxito estriba en la difícil disección entre una cultura y la
otra logrando que se imponga, a su favor claro, el grito cierto de que “todo es
cultura”.
La pujanza de ciertas industrias culturales están logrando globalizar
necesidades iguales que se satisfacen con productos homogéneos equivalentes
aunque con apariencia de una oferta individualizada; en realidad, solo se
persigue el principio de rentabilidad a través de un consumo masivo como un fin
en sí mismo. La cultura consumista en la cual estamos inmersos, nos condiciona
en nuestro modo de pensar, sentir y actuar. Influye en las expresiones
creativas. En consecuencia, la diversidad como valor de relación y crecimiento
tiene cada vez menos cauces de expresión fuera de las minorías.
Se va creando un mismo perfil de consumidor que rentabiliza un tipo de
producción cultural que condicione incluso al arte. Leo que el icono del
expresionismo abstracto, Mark Rothko, empezó creyendo en el Mercado pero al
final de sus días, la desolación se apoderó de él preguntándose si buena parte
de su obra no había desembocado en la nadería absoluta, dejándose llevar por las
tentaciones de un mercado endemoniado.
Semejante cultura consumista ofrece al público todas las necesidades como si
pudiesen ser satisfechas por la industria, al tiempo que se le emplaza al propio
usuario como consumidor, como pieza u objeto último del engranaje de la
industria cultural prefabricada. Cultura líquida en fin, creada como un sistema
de pensamiento homogéneo y acrítico sin miramientos con la riqueza de la
diversidad y la creatividad humanas.
En definitiva, es lícito preguntarse cuáles son las consecuencias en la
práctica. Preguntarnos si esta estrategia contribuye al desarrollo del individuo
o si, por el contrario, favorece a su aislamiento y al deterioro de sus vínculos
de referencia. La respuesta es que esta estrategia cultural fagocita la
creatividad y constituye un instrumento que favorece la escisión entre la
experiencia humana más genuina y creativa y el entorno sociocultural. Poco
ético, en cualquier caso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario